Incorporación

(Alvin Booth)


Ella se deja. Permite que él contemple atónito y gustoso su desnudez. La imagen de la mujer se muestra como el recorte irreal de un sueño. Él la atrae enérgicamente con la mirada y ella no duda. En la agilidad profunda de sus ojos el hombre solicita su aproximación. Está echado en una cama, apoyando la cabeza en una almohada desde la que su visión se hace más cómoda. Se acaricia lentamente el vello del pecho y observa los pasos felinos de la mujer. Apenas vibra la madera del piso mientras la mujer se desplaza. La luz es tenue, más bien apagada. Las persianas están echadas para reducir el impacto del calor de la tarde, denso y preñado de humedad. El hombre aparenta quietud, pero interiormente tiembla. Ella se acerca y las respiraciones de ambos empiezan a adquirir consistencia. Hay un área espacial en que sin estar todavía juntos se sienten imantados. El magnetismo les va atrayendo, pero se produce un juego indeciso y cómplice de mantenerse a distancia. Como si la tentativa pretendiera convertir el instante en una excitación que abra las puertas de todas las excitaciones. Ella se alza poco a poco. Su desnudez ya no es una sombra. Es una elevación exuberante. Es una espiral soberbia que emite un destello rompiente. Él se hunde en el lecho, como si se empequeñeciera ante la presencia despierta de ella. Como si tratara de tomar carrera desde sus venas más profundas, buscando dotarse de vigor. No puede evitar que una llamarada le atraviese axialmente, que le paralice los músculos, que le enerve sus atributos. La mujer roza con su presencia la cama. Toca levemente las sábanas con las rodillas. Está vertical y sinuosa a la vez. Se recoge los cabellos. Pone una mano en un muslo. La otra mano acaricia con parsimonia uno de sus pezones. El hombre siente un calor diferente. La recién llegada, la que ha acudido a su reclamo, destila un aura que comienza a expandirse sobre el cuerpo de él. Ella se sube a la cama. Se pone de rodillas, pero con el cuerpo erguido, impasible. El desconcierto invade al hombre. La postura calma de la mujer, avanzando prudente pero firme hacia él, le altera. El hombre extiende inseguro los brazos hacia la altura de las caderas de la mujer. Callan. Se saben encendidos pero se demoran. Ella ofrece las puntas de sus dedos y él avanza los suyos. Se rozan, se contagian, se reconocen en la misma levedad del gesto. El amante siente un deseo que le paraliza. No es nadie. Ella lo es todo.

Cortejo mutuo

(Anders Petersen)


Desde dónde surgía aquella mujer, qué procedencia misteriosa que aun siendo lejana sin embargo le parecía al hombre que emanaba de su interior, qué estancia prodigiosa formaba ella para él y él abría a ella invitándola a pasar, qué bagaje tan humano venía nutriéndola, qué capacidad de recepción esgrimía él, qué magnetismo producía ella al pasar ante él, qué entrega tan refleja y sincera concedía él a la mujer, y qué trasladaba ella en su leal corazón de fuego para que él percibiera que estaba fundido con el suyo, y qué pensamiento ondeaba que se parecía tanto al suyo, y cómo aprendían a mirar al unísono, aun sin verse, y cómo vibraban en cada consideración, y cómo se escuchaban y cómo se solicitaban a todas horas y cómo se sabían el uno al otro avanzando por aquella frontera imprecisa entre la ausencia y la presencia, y cómo sentían sus cuerpos en la noche profunda y cómo se buscaban y cómo se anhelaban y cómo se saciaban y cómo renacían...

Sueño de los labios



Aquella noche soñó con unos labios de mujer apretados. Unos labios rojizos y frescos que avanzaban hacia él desde el fondo de la habitación. Se elevaban desde un rincón donde la oscuridad difícilmente daría la impresión de poder generar un hálito de vida. Pero ya es sabido que en lo más reservado suele guarecerse la luz. En su avance, aquellos labios dejaban una estela luminosa y fiera como el carmín. Al hombre, aquella huella deslumbradora le sugería una senda. Y como suele suceder con todos los caminos que se despliegan en la perplejidad, le desarmaba pero le atraía. Al principio los labios se acercaban indecisos a su cama. Irrumpía el fogonazo hiriente de aquella forma acorazonada y firme. Destellaba la caída de los surcos finísimos como fruta madura. Entonces él se sobrecogía. Luego los labios ascendían sobre la vertical del hombre y daban vueltas como si le explorasen. Se diría que los labios se movían en una espiral cálida que transformaba el miasma de su cuarto y lo aireaba, y que de paso purificaban su abandono. Allá donde el hombre mirase, los labios se situaban frente a su mirada. Si se giraba contra la pared los labios estaban pegados a ella. Si se ponía bocabajo los labios le observaban desde el suelo. Si contemplaba el techo, atravesado por las luces exteriores de neón que penetraban por la persiana mal bajada, los labios se fijaban como ventosas. Sintió que los labios se habían incorporado a su retina y que era desde el fondo de ésta desde donde emergían, audaces y obsesivos. Soñó, en fin, que los labios crecían y que ocultaban las sombras. Que la estancia perdía sus límites y que las paredes se descomponían y adquirían la forma de aquella brasa incandescente. Y que en aquel vuelo rozaban su piel. Sintió los labios al ras de su rostro. Sintió que abrigaban los suyos. En ese instante, supo que vencían su resistencia y que engullían su sueño.

Desnudar la desnudez

(Katia Chausheva)


En vuestra mano está el hacer de la aproximación una ocasión única. Cortejaros con vuestras miradas. No hay símbolo más auténtico que el descubrimiento del Yo en vuestras miradas.

Las palabras no deben expresar sino el justo valor de lo que sentís. No importa su recurrencia, siempre que ambos preciséis de esa recurrencia. No importa la tonalidad grave que en ocasiones adquieran, pero que la gravedad demuestre hondura. No importa su ligereza, puesto que al igual que las caricias las palabras sirven para vencer resistencias. Utilizadlas lúdicamente incluso, pero que respondan a la sacralidad que la atracción os ofrece.

Dejad hablar a la calidez de vuestros cuerpos. Sus vocablos se pronuncian y se escuchan por sentidos distintos. También llegan a la mente. También desembarcan en vuestra voluntad. Alejan la frialdad a la que tienden las almas muertas. Justo esos espectros que vosotros no querríais ser jamás.

El calor de la receptividad. Atentos a abriros, atentos a entregaros. No es una actitud elaborada. Es el triunfo de la espontaneidad que brota desde la estancia más desconocida, pero más deseosa de adquirir conocimiento. Tú con el otro. Un tándem para la eternidad.

Rasgad vuestras entrañas como si desvelárais por vez primera vuestros deseos.

Desnudad la desnudez. Reconoceros y partid desde ella. Acaso os envuelva todavía la memoria del pasado insatisfecho. Acaso os adornen las difusas búsquedas maltrechas que paradójicamente os han situado en este sorprendente punto de encuentro. Y sobre todo tal vez os revista la necesidad que hiere vuestra íntima soledad. Desnudaros para hallaros mutuamente. Sólo la desnudez de lo accesorio os provee para nacer de nuevo al amor.

Sin condiciones

(Alvin Booth)



Poco a poco la mujer va ocupando el vacío del hombre. Su perfil se va convirtiendo en un trazo cada vez más preciso. Y las líneas configuran un texto expectante en la vida de él. A cada actitud suya, él responde con la equivalente. No por formalidad, sino por reflejo. No por condescendencia, sino por identidad. Y en ese juego de miradas, se manifiesta la mano tendida con que el hombre reclama a la mujer. El contorno de brillos y difuminados de ella se proyecta y se va haciendo carne cada día. Se va consolidando como agitación cada noche. También sudor, también aroma, también rumor. Lo que parecía pura evanescencia se aprehende y se forja materia entre dos cuerpos. Ya no queda en mero deseo. Hay algo más. Y el murmullo del coloquio que nace. En las vidas de ambos hay cursos de los que se puede hablar largamente. Pero están sobre todo ellos. Ellos que quieren inaugurar su propia palabra compartida. Sin ignorar las referencias, sin negarlas, sin escatimarlas. Pero desean estar desnudos para habitarse desde cero. Si tienen que inventar un nuevo alfabeto, lo harán. Si tienen que generar una sintaxis diferente, la concretarán. Hay demasiados elementos de vida que se cruzan, como para ignorarlos. Ella lo ocupa a él día a día. Él se rinde sin condiciones.

Habla el hombre

(Alvin Booth)


No, no te voy a soltar. Mas bien te elevo.Y lo hago con energía y aplomo. Te atraigo hacia mi para poner tu rostro ante mi rostro. La luz de tu cara que hurto a las fotografías y a las ondas inalámbricas y a la oscuridad de las noches. No hay vida entre nuestras manos si no nos miramos a los ojos. Si no nos roza el aliento mutuo. Si no sentimos el contacto iniciático de nuestra piel. Si no escuchamos nuestros balbuceos. Si no nos pensamos. Si no hacemos del abrazo un solo cuerpo. Sólo después nos estará permitido el desvanecimiento al que deberemos ceder. Ahora te hago ascender para que estés donde debes. No a mi altura, sino a la altura donde debes estar. La que rescatas, la que te hace volver a emerger, la que recuperas. Yo acaso soy tu intermediario. Pero, ¿sólamente eso? No, soy el destinatario de ti misma. El territorio que desea ser habitado por ti. No puedo ocultar cómo me atrae tu desnudez. Cómo tu cuerpo es el cuerpo del que mi sangre carecía. Pero es más. Tu desnudez no es el vacío, sino la ratificación de tu carácter. Te elevo y atraigo hacia mi tu carácter. Y con él, despierta tu orientación. Y con él, se refuerza tu confianza. En la abundancia de tu cabello se acumula el viento y las irisaciones del cielo y el oleaje que golpeó costas que no supieron hacerte suya. Buceo en tu cabellera ígnea, en tu boca sanguina, en tus pechos de plata, en tu sexo coralino. Tu arquitectura edificará para mi su cobijo. Y yo te poblaré a salvo de las acechanzas.

La luz

(Alvin Booth)


Sabe que las horas son brumosas sin ti. Sin ti, que las marcas y las dotas de significado. Pero sus quehaceres se hacen más llevaderos al saberte en la cercanía. Tú le procuras el pensamiento, la ilusión recuperada y el deseo que él creía maltrecho para siempre. Tu imagen se desplaza desde la nebulosa hasta el matiz. Y gira en torno a él las veinticuatro horas. No, hay una hora en que todo es más nítido. Una hora misteriosa y que os acerca. Cuando penetra la oscuridad en los cuartos. Paradoja. En ese instante que se fija fuera del tiempo se abre lo más sellado. El conocimiento. Entonces él pronuncia las palabras sagradas que tú repites. Erige un ara donde se sacrifica para ti. Te entregas y haces de su cuerpo una tormenta. Él desencadena todos los elementos para que tú te acojas en ellos. Y te dejas arrastrar a la vorágine. Y en ese momento convulsivo en que la luz lo inunda todo, la inmersión mutua os renueva. Os reconocéis en vuestras vidas con una vida única. Cerráis el círculo de la atracción en vuestro perímetro. Os protegéis. Os asalta la pasión y vosotros os apoderáis de ella, y además reaccionáis con el amor. Y lo reconquistáis en su pureza. La física de vuestros cuerpos os funde. La sustancia os envuelve. El rumor de vuestras gargantas os consagra. No teméis querer ser los dioses de vuestras energías. Cada día emite un brillo especial para ambos, donde no hay lejanía, donde no hay separación, donde no hay ausencia.

Vol de nuit

(Alvin Booth)
Le gusta tu vuelo sobre él. Has despegado desde una pista alejada y te elevas. Ejercitas un reconocimiento sobre su territorio y él se muestra. Se deja sobrevolar. La ingeniería del amor despliega planos inauditos. Os excitáis, os entregáis, os estremecéis. Y apenas se ha iniciado la visión de los paisajes. En esa observación cálida y firme, ejecutas vuelos rasantes, te precipitas en picado, vuelves a tomar la vertical vertiginosamente, reposas. Él ha percibido tu fuego y tú te dejas prender en el suyo. Vuestras llamas se mezclan y se consienten. Se nutren, os avivan mutuamente, os depuran de lo superfluo. Tal vez porque vuestra materia es análoga. Porque vuestras necesidades orbitaban de antiguo entre lo concreto y lo fantasioso, entre lo posible y la tentación, entre resignarse y transgredir, entre el orden anodino y la pasión desbocada. Y ya va siendo hora de que el magma y la lluvia y la tierra sean uno en vosotros. Él siente especialmente hondo tu vuelo cada noche.

La mano de la noche

(Elizabeth Opalenik)
Es la mano de la noche. Cuando la oscuridad invade tu casa y las miradas son hacia adentro. Cuando los quehaceres pesan y tratas de postergarlos. Cuando las cuitas quieren prender el silencio y te esfuerzas en apaciguarlas. Cuando las esperanzas destellan y los deseos enardecen tu alma. Entonces una mano llega en forma de palabra y te acaricia. Al principio permaneces queda. La voz lejana es tenue. Adquiere la dimensión de una energía que fluye acompasada y susurrante. Tú la dejas que fluya y aceptas que se quede en tu entorno. Enseguida la dejas entrar. Tu casa, tu cuerpo, tu intimidad, tu búsqueda. Los compartimentos del espacio en el que eres. En el que te confirmas. Luego de la voz, es el calor. La mano es de una calidez tal que rasga tu pecho. Y tu conciencia se deja conducir por ella. La mano lo advierte, la voz lo sabe, el calor lo comprueba. Cuantas puertas y ventanas de ti ofreces a la mano, ésta lo agradece y roza los objetos. El calor busca el calor. Y es precisamente en esa identidad en que la mano es también un cuerpo, que busca tu cuerpo. Un sentido que prospecta tu sentido. Una ilusión galopante que persigue tus sueños. Una decisión imparable que alcanza tu coraje. Parecía una mano que llegaba desde el otro lado del paisaje, y puede serlo todo.

Moldeado

(Elizabeth Opalenik)



Los surcos de la playa han tallado tu cuerpo. Se deslizan por el torso. Lo moldean. La redondez de los pechos erigen agujas de sílice. En sus cúpulas, crece un rubí. El don con el que el océano te unge. Luego, el llano clemente y serenísimo. Más allá, el valle poblado de misterios recónditos. Un desafío. La persistencia de la llama oculta, salvo para mis sentidos. Vivir para avivarla. Simbiosis de la materia de la tierra y el mar. Soy arena que te cubre. La impronta del ofidio que repta en tu búsqueda. La antigua erosión que desparrama sobre tu ser la potencia de la vida. La corriente que me lleva a ti. Las estrías trasversales de mi manto acarician tu noche. Con mis dedos descorro lo inexplorado. O descubro un territorio nuevo que reclama que lo habitemos. Y entre tanta quietud, una voz que ya no es lejana, aunque venga desde lejos. Y un soplo, desviando las tormentas. Y la luz del día que nace de tu cuerpo. Y el vértigo violento que surge de mi deseo.

El sueño

(Elizabeth Opalenik)

Escucho atento tu sueño. El roce de mi mano te amarra tenue. No para impedir que seas, sino para sentirte en cada pulsación de tu cuerpo. Sino para tomar de tu sosiego una brizna necesaria y fresca que me apacigüe. Miro tu postración apacible. Déjate conducir por el vendaval de las fantasías. Puedes agitarte cuanto quieras. Ascender entre las corrientes de aire y caer envuelta en los torbellinos de las aguas. Yo procuraré por ti. Siéntete cometa y despliégate entre los vientos. Bucea entre las especies arcaicas del océano más profundo. Extiéndete como manto sobre la superficie de la tierra. Hazte espiral e introdúceme en él, donde mis acometidas serán también las tuyas, donde tus vuelos envolverán los míos. Arde en las brasas donde se fragua el conocimiento. Bebe de cada manantial que halles por los caminos y dame de tu mano para que nos saciemos los dos. Y en nuestra ebriedad acuosa, naveguemos a través de flujos nunca antes aprehendidos. Apoya tu cabeza sobre mis latidos. Que mi cuerpo irradie su calor sobre tu cuello. Que la luz de mi piel invada la textura de la tuya. Ésta es la hora del apaciguamiento. Otra manera de ser nosotros. Otra forma de fusionarnos. Mis dedos delgados acarician tus ensoñaciones. Tamborilean sobre tus deseos. Respiro profundamente. Quedo atrapado en las redes de tu serenidad.

Tras el vaho

(Elizabet Opalenik)


Entre sombras y reflejos te aproximas. Apenas nos separa un vaho, que se dispersa paulatinamente. Emerges y tu calor va rodeándome. Me cercas. Adivino la geometría de tu cuerpo. Intuyo la propuesta de tus ilusiones. Tienes curiosidad por averiguar lo que llevo incorporado desde mis primeras risas. En mi, la expectación de saberte. Calculo la distancia del deseo. Alargo entonces los brazos hacia un horizonte que sólo lo pueblas tú. Desplazamiento calmo. Contienes la palabra. Paralizas el pasado. Te fijas atenta en mi. Pero todo se conduce como el curso de un río. Yo estoy en la otra orilla y soy lo que tú quieres que sea. Dispuesto a atravesarlo, corriente arriba o corriente abajo. Llamado a navegarlo. Inevitable metamorfosis en su composición y en su recorrido. La sustancia que nos llama está arraigada en los dos. Se nutre mutuamente y no lo sabíamos. Soy tu linfa, dispuesto a reconstruir las aguas más profundas.

Desde el susurro

(Eikoh Hosoe)

En el susurro va el deseo que emerge lento pero también voraz, una prolongación del cuerpo huérfano, un alargamiento de la mano que roza tus cabellos, pero que en realidad pretende tocar tu alma; va así mismo el aura insaciable del hombre que busca, el vuelo incesante y olvidado a través de territorios en los que jamás medró, el relato de su propia ansiedad, los recorridos pendientes; en el susurro no importa tanto lo que se dice de manera incierta y explícita, sino los monosílabos, las palabras apenas esbozadas, las frases inconclusas, los verbos abortados, las sintaxis torpes, los juramentos; me pongo a tu lado y al abrir mis labios levemente se desata un rumor que tú captas, por el que tú dejas que yo vaya llegando, y nuestra disposición nos acerca, y entonces tú recluyes las palabras, no las dejas nacer con el fin de que se sigan engendrado en lo más íntimo de ti, y tu respiración agitada confirma nuestra aceptación, y dejas que sea yo quien diga, aun sabiendo que lo que digo no sale de mi, sino del fuego y de la tierra y del piélago, y sentimos que los jadeos de ambos nos vinculan; los jadeos: ese profundo gesto que escapa al lenguaje, esa extensión de nuestras sensaciones, ese conjuro firme a la insatisfacción, ese grito clamoroso que nos eleva desde lo más frágil de nuestra arcilla; yo acaricio tus jadeos, abro la boca y bebo tus jadeos, rasgo mi pecho y en él se desparraman ellos para ser fecundados, y sollozo al vaivén de mi propio temblor; el sollozo: un arañazo de la inconsistencia que nos hunde en el origen, un ritmo que atraviesa el tiempo y nos remite a la vida perpetua, un abandono del olvido para retomar el encuentro, un gancho que desgarra en canal nuestras tripas y nos convulsionan; convulsión: ese movimiento que surge imperceptible, que desplaza nuestro suelo, que nos deja sin el soporte interior a través del que anteriormente creíamos sentirnos confiados, que me arroja a mi en los brazos de ti, que me fija en tu mirada, que me ancla en tu cuidado...

Encuentro

(Katia Chausheva)


La sombra que se somete a tus pasos no es la del pasado, sino la del destino. No vienes de las brumas para abandonarte a un paisaje indolente. Eres un tránsito de ti como yo soy un acontecer de mi, y ambos nos encontramos en la encrucijada de nuestras sendas. Somos hijos del asombro, y el asombro mora en nosotros. Sin que sepamos desde qué lejano tiempo hemos estado buscándonos, nuestros ojos brillan en el amanecer de la perplejidad. Náufragos y escépticos, cada uno nos embarcamos en una navegación cuyo puerto ignorábamos. De eso hace mucho. Y la navegación no parecía tener fin. Aguas atemperadas y aguas procelosas nos empujaron sucesivamente contra los escollos de las playas ariscas y contra los acantilados de las costas más inhóspitas. Vientos desfavorables nos engulleron en sus remolinos y brisas tenues nos hicieron pensar que viajábamos con destino acertado. Alguna vez creímos que en una playa calma estaba nuestra meta, y nos anclaríamos, pero sólo se trataba de un espejismo. Otras veces estuvimos a punto de perder la vida, y sólo perdimos la razón. Mas ésta se puede recuperar. La rosa de los vientos no nos sentenció la travesía, porque siempre estuvimos orientándonos a través de nuestra sangre. Los elementos impulsaron en infinidad de ocasiones nuestros viajes, mas también dirimieron nuestra suerte y el abandono. Hoy nos encontramos aquí por el azar, tal vez exhaustos, tal vez indolentes, tal vez estupefactos. Los aires transversales de oriente y los circulares de occidente nos han convocado en algún punto misterioso. Donde las sombras deben remitir. Y el susurro porta el lenguaje del deseo.

Primeros trazos

(Katia Chauseva)


Al fondo casi se desvanece tu cuerpo. Al fondo hay un trasiego de sombras. La tuya y la mía. Allá, en la pared, se reflejan movimientos, los que imaginamos y los que son todavía anhelo. Desde la somnolencia, tus latidos gimen. Vienen y van como adolescentes inquietos que se buscan. Tu cuerpo es transparente. Se baña en la luz. Absorbe lentamente el fuego que emana del mío, que es devastador. Una incandescencia cuyas palabras queman la superficie, pero hacen aflorar el mineral en sus entrañas. En aquel rincón la tarde es turbia y tú te tiendes, esperándome. Cuando llego, tus ojos brillan intensos, febriles, y yo pierdo mi identidad. Me acuesto a tu lado. También mi cuerpo es traslúcido para ti. Nuestros cuerpos no son páginas en blanco, pero hay todavía tantas hojas en las que se puede escribir con nuestras salivas. Te toco la espalda. Escribo en ella. A cada trazo, un pálpito. A cada signo, un temblor. A cada línea, una convulsión. Escribo asegurándome de que mi mano escribe. Me pides que lea la inscripción. Pero ésta acaba de comenzar y aún son los prolegómenos. Pongo mi boca en tu piel, mientras diseño los caracteres del alfabeto que nos une.

Sometimiento


Un gesto. A él le gusta que te postres. Tal vez porque él también quisiera hacerlo ante ti. Te mira desde un sillón. No te muevas. Sólo debes dejarte mirar. Se levanta. Da vueltas lentamente alrededor tuyo. No, no alces la cabeza. Su presencia, aunque no le veas, es seguridad para ti. En esos paseos en torno a tu cuerpo va trazando círculos concéntricos. Ha partido del extremo donde se hallaba, en un rincón del cuarto. Va aproximándose. Al pasar a tu lado te roza con el bajo del pantalón. Tiene sumo cuidado en no pisarte, pero sientes la superficie fría de su calzado tropezando inconscientemente con tus pies. Contempla también el reflejo de tu postura sobre el suelo. De pronto se queda quieto detrás tuya. Es precavido y no te toca, aunque tú sientes desde tu desnudez un tenue calor que emana de sus piernas próximas. A él le gusta que permanezcas con la cabeza gacha y con las manos sobre los muslos. Te admira. De vez en cuando se detiene. Oyes cómo hace crujir sus nudillos con elegancia. Te observa devotamente. Levanta una mano y traza muy despacio una línea en el aire ejecutando la curvatura de tu espalda, desde la cabeza hasta el coxis. A continuación lo hace en sentido opuesto. No te roza. Pero su mano pasa muy cercana a tu piel, tan cercana que percibes el efluvio de ese movimiento. Desearías incorporarte un poco y sentirla materializada sobre ti. Pero sabes que no debes moverte. A él le satisface tu inmanencia, y está dispuesto a premiar tu sumisa bondad. En uno de sus giros para ante tu cabeza. Disfruta del pelo que cae ocultándote el rostro. Está delante de ti. Ves sus zapatos, la parte baja de sus pantalones. Es precavido y se mantiene a prudente distancia. El placer reside en la observación. Se agacha y sabes que su rostro está ahí delante. Notas cómo huele tus cabellos. Te llega su aliento, incluso comprendes que le asalta cierta agitación que trata de controlar. Luego, se yergue, vuelve a desandar el camino de tu perímetro. Retorna al punto de partida. Pero no se sienta en el sillón. Se agazapa en un vértice oscuro de la estancia, en el suelo. El mensaje está ahí. Te brinda su rol. La habitación es silencio.

Extensión

(Francesca Woodman)

...te extiendes y en la vibración de tu cuerpo sueñas, y el calor te sube vaporoso, sale de ti y a la vez te cubre, echas la cabeza hacia atrás para que la sangre se reparta en tu cerebro, tus muslos prietos convergen sobre tu eje, escuchan los susurros del hombre, beben en sus gemidos, se hieren en sus puñaladas de placer, se rompen en sus convulsiones, se estremecen con sus palabras, te dejas caer para desafiar el espacio físico que te separa de él, cierras los ojos y le pones movimiento, y él se acerca, y él te observa, y él se dispone a levantar la sábana que mantiene la humedad latente, que protege la suavidad de tu piel, que hace de ti el símbolo oferente de tu ser entregado...

...entonces te dispersas pensando en el efecto de las letras que le enviaste, un poema de asombro...

¿Qué atmósfera dulce
entreteje este sueño
que olvido vincularme
con mi alrededor?

¿Qué sutil mano vivifica
el amor antiguo
y como sombra chinesca
me obliga a reconocerme?

Esa atmósfera y esa mano
eres tú

Vibraciones

(Bill Brandt)

Anochece y extiendes tu arpa. Palpas la textura de su armazón. Deslizas las yemas afiladas por sus cuerdas. Contienes tu respirar. Agudizas la percepción. Escuchas sus sonidos. Una larga canción fluye a través de tus venas, recogiendo lo más antiguo de ti. Pero ahora permaneces sumamente atenta. Tus nervios se contraen ante la novedad, diría que se tensan. Sientes que llega una inspiración diferente a tus sentidos. Percibes que se deslizan arpegios que desconocías. Nuevas notas fluyen aún desordenadas, pero tenaces, a través de tu piel. Intuyes que una presencia distante te las sugiere al oído. Las haces tuyas. Observas cómo los primeros susurros fructifican en tu pecho. Los haces crecer. Al principio es un oscuro temblor. La inseguridad de una procedencia cuyas señales débiles van adquiriendo consistencia poco a poco. Luego interviene tu capacidad decidida, abierta. Pruebas. Flota dentro de ti un ritmo in crescendo, cuya calidez te gusta. Vas adecuando ese ejercicio etéreo a tu medio. Cada movimiento va encajándose dentro de ti. Abres tu regazo para abarcarlo. Te gusta que persista. Vibras, según va llegando. Te apoyas en el arpa escuchando el rumor del viento que llega con él. Promoviendo tu oleaje. Huele a tierra húmeda.

Preces

(Frantisek Drtikol)


Cual ángel mensajero te descubres, mientras yo caigo a tierra ante tu insólita revelación.


Despliegas la sábana de luz que refleja tu cuerpo. Me ciegas.


Cuando te invoqué no sospeché ni de la prontitud en tu llegada ni del desvelamiento que tu generosidad iba a depararme.


La sorpresa es un hechizo por el cual yo acepto ser tocado.


Detectas mi actitud entregada y abres el alma a mi solicitud.


El velo albo que extiendes separa el pasado del presente. Tú estás a este lado del presente.


Das la espalda a la oscuridad y a la desazón. Me propones un puente. Estamos destinados a cruzarlo.


Conjuras mi soledad desde el arco que me cubre. A su resguardo soy otro. Permanezco atónito leyendo en la tristeza profunda de tus ojos.


Yo, que tanto rechacé siempre la genuflexión impuesta, me postro con admiración. Que tu mirada me observe, que tu vuelo me ilumine, que tu atención me cuestione.