Exorcizar

(Duane Read)


A veces permanezco acurrucado junto a ti y te hablo. Tú no te enteras. El cansancio te puede y te arrastras al sueño con tu mano sujeta a la mía. Pero algo te llega por ocultos caminos. Hablo a tu piel y la piel se te eriza. Hablo a tu nuca y una leve erupción la delata. Hablo a tus senos y los pezones se erigen encrespados. Hablo a tus cabellos y se convierten en púas al instante. Hablo a tus muslos y éstos sienten una ligera convulsión. Hablo a la pelvis y el monte se te distiende encajando mi voz. Hablo a tu boca y tus labios articulan lenta y desordenadamente algunas sílabas de mis palabras. Entonces hablo quedo. Y te pregunto sobre el misterio que te ha rodeado hasta llegar aquí. Hasta acceder a mi. Entonces te hablo del enigma que me ha mantenido lejano de ti durante tanto tiempo. Pero sólo sé enunciar sorpresas. Sólo sé emitir quejidos y enarbolar lamentos. Es como preguntar al transcurso de la vida por lo que no ha sido. Siento una rabieta de niño, pero el acontecer que nos proporciona el encuentro ahora no sabe del pasado de ambos. La lógica responde con facilidad y coherencia. Pero yo no hago preguntas a la lógica, sino al misterio. Por eso hablo a tu cuerpo cuando duermes. Y me procuro su calor para exorcizar la soledad.

Marea

(Duane Reed)


Desde ti amo la noche
en sí misma


(y después de escribir estos dos versos ya no supe qué más decir pues estaba todo dicho y todo era entendible entre nosotros dos y éramos un manto de estrellas el uno para el otro y era la marea nocturna la que nos alimentaba y era la entrega la que nos rehacía y era nuestra mutua necesidad la que nos daba cobijo...)

Contracciones

(Connie Imboden)

Al deslizarte junto a mi. Al apretarme a tu torso. Al tomar mi boca. Al dejarme capturar por tu ansia. Al sujetarme los hombros. Al apretar tu cintura. Al rodearme con tus brazos. Al dejar caer los míos en el vacío. Al atenazar mi cuello. Al mordisquear el tuyo. Al hundirte en mi pecho. Al zambullirme entre tus cabellos. Al arañar mi abdomen. Al rasgar tu pelvis. Al clavarte en mi cruz. Al sujetarte sobre el borde. Al agitar tu sangre. Al sumergirme en tus entrañas. Al herirte en mi cuchillo. Al desollarme en tu filo. Al abrirte al cielo. Al atravesarte contra la tierra. Al catar mi nervio. Al derribar tu puerta. Al absorber mi sustancia. Al desalojarme en tu potencia. Al gemir entrecortado. Al gritar desenfrenado. Al caer a mi lado. Al extenderme entre tu costado. Al pensar en mi. Al renovarme en ti.

Rendición

(David Bergman)


Me gusta alzarme cuando estás dormido. Observar tus facciones. La marca que tu entrega te ha dejado en el rostro. El gesto extenso de tu cuerpo en escorzo. Ese abandono que no lo es, porque estás repleto de mi. Ese desorden que nos cubre todavía, porque al despojarte de tu tiempo perdido sin mi me vestías con tu ternura. Esa parada ligera, donde el silencio mora, donde los sentidos se recuperan. Esa turbulencia callada que, en cualquier momento, ante un suspiro de mi garganta, lo sé, va a ponerse en movimiento para edificarnos de nuevo. O para demolernos otra vez. Deconstruirnos del pasado, elevarnos dejándonos conducir por el magnetismo que nos reclama. Doble tarea, vinculante, necesaria, que nos hace fuertes. Mientras el sueño te toma, como antes te tomé yo, te miro largamente. Miro los hombros que se estiran. Miro tu torso sudoroso. Miro tus piernas recogidas. Miro la mano que forma un puño como si me sujetara. Y la mano que se abre como bandera de la caricia, dispuesta a desplegarse de nuevo sobre mi piel ansiosa. Miro tu sexo laso, aún endurecido en parte, como si el hilo de su sangre acumulada me oliera y se mantuviera en vigilancia. Miro el brillo de tus labios, babeando mi saliva, escanciando mis esencias. No puedo evitar contemplar tu cuerpo que aún siento entre el mío. Un suave ejercicio de mi boca en la puerta de tus entrañas y te catapultarás como el primer instante. Y yo me dejaré derribar. Porque mi fortaleza es tuya.

Uno de sus sueños




En el sueño te has sentado junto a mi en el tren. Subías en una estación pequeña del trayecto, una estación con luces muy tenues y despoblada. No hablabas apenas. Tampoco te movías, sino para cruzar las piernas. En algún momento te llamó la atención el paso de los postes de telegrafía y me hiciste una indicación. Parecías un niño, aturdido por las direcciones opuestas que se cruzaban sin chocar. Me tentaba explicarte el significado de los objetos que parecían no detenerse. Incluso el interior del vagón no era estable y nuestros cuerpos se golpeaban y se separaban a capricho del ajetreo. Entonces decidí enseñarte los porqués de las cosas. Nos pusimos a contemplar cuanto se manifestaba al otro lado de la ventanilla. Era un tren como los de antes, y se zarandeaba con mucho estrépito. Nos golpeábamos sin mayores consecuencias contra el cristal. Tú me señalabas las ciudades lejanas y yo te hablaba de ellas como si las hubiera recorrido todas. Tú te excitabas cuando veíamos una manada de toros y yo te contaba del origen del toro. Tú advertías la blancura de los neveros de los montes y yo te hacía sentir su frío quemante. Iba cayendo la tarde. El paisaje empezaba a mostrarse desconocido. Se abrían llanuras inmensas pero de pronto atravesábamos un valle angosto y a continuación un desierto abrasador. Nos sorprendimos. Cuando tú me preguntastes por esta peculiaridad yo no supe responderte. Todo resultaba también vertiginoso y nuevo para mi. La noche se mostró de pronto en plenitud y el paisaje sólo éramos nosotros. Recuerdo que te puse una mano sobre el hombro. Que ambos nos mirábamos en nuestro reflejo. Luego tú pusiste también una mano sobre la mía. No sé qué buscabas, pero sentí un calor intenso. Era un fotograma, como ésos que tanto tú como yo hemos odiado toda la vida. Aquel tacto mutuo tenía valor. Porque era real. Porque nacía del sueño.

Descorrimiento

(Christian Coigny)


Te vence el cansancio, pero le esperas. Las horas no son obstáculo. La caída de la noche te aproxima a él porque es cuando estás también más cercana a ti misma. Os necesitáis como testigos mutuos. Alargáis el pensamiento en la dirección recíproca. El magnetismo os fija, y no sabéis qué eje pertenece a cada cual. Formáis no sólo la misma carne, sino el mismo impulso. Te dejas caer. No importa la postura. Sobra la ropa, sobra la luz, sobra el ruido. No echas de menos ni a la gente ni al tráfago de la gran ciudad. Sólo le reclamas a él. Te resguardas en la soledad del espacio. Te apartas del vacío de los significantes. Deseas sus palabras. Anhelas su pronunciación. Ansías sus quejidos. Sabes muy bien que es como tú. Le gusta desproveerse de lo inútil. Se interesa por la percepción viva de la mujer. Sientes sus pasos. Un tacto que descorre la sábana. Un movimiento que licua tu ansiedad. Él se acerca.

Compenetración

(Kirill Kirillov)


Debes saber de mi propia voz que ternura y obscenidad van juntas en mi. Que no ejercito la expresión, desenfrenada a veces, de mi deseo sin que medie amor. Que no pronuncio palabras contundentes sin que las vincule a mis sentimientos. Que no propongo fantasías sin que sienta la entrega de mi ser y sin que perciba la recepción del tuyo. No es un paso de cebra lo mío, ni una visita venal a una casa, ni un asalto pasajero en cualquier parte. Doto a mi verbo íntimo y sincero de la palabra accesoria que profundice el encuentro, que lo hienda, que lo prolongue. La palabra es para mi un elemento físico crucial. Como tocarte, como deslizarme por tu cuerpo, como absorber tu boca. Y las palabras se alternan. La quitaesencia de mi está en cada gesto, en cada movimiento, en cada sonido, en cada silencio. Me despojo y a la vez me apodero de lo vulgar para dotarlo de mi calor. Tras la representación libidinosa que nos eleva hasta las cotas más altas del placer, permanecen los que se aman.

Al escondite

(Francesca Woodman)


Cuenta hasta diez. O cuenta hasta el infinito. O sólo hasta que te canses. Cuenta mientras me escondo. Al borde de la puerta desde donde me asomo y te miro. Cuenta como si sintieras que mi mirada te acariciase desde los pies hasta el codo que se eleva por encima de tu cabeza. Luego, cuando acabes de contar, tienes que partir a buscarme. Debes escudriñar rincones y muebles, tal vez pasar de una habitación a otra, o subir y bajar escaleras, o acaso encender con temor la luz tibia del trastero, o entrar prudente y asustadiza en el garaje. Cuenta bien y lentamente porque voy a elegir un espacio secreto para ocultarme. No será fácil que des conmigo. Al menos no lo harás pronto. No me verás, pero sentirás mi proximidad. Incluso te dará la impresión de que te rozo. Te costará tanto dar conmigo que me pedirás señales. Es probable que sientas que la falda se te sube. Que un cíngulo de cuero rodea tu cintura. Que tus muslos te abrasan. Que tu blusa se ensancha. Que los tirantes se caen de manera anodina. Que los cabellos se te recogen sin que tú hayas hecho nada. Serán percepciones que te electrizarán. Pensarás que son imaginaciones tuyas. Muy propio de la agitación de la búsqueda. De los movimientos de agacharte o de ponerte de puntillas o de correr por los pasillos. Puede que llegue un momento en que sólo sientas tu piel desnuda. Y un calor invadiendo tu cuerpo. Y un tacto delicado que presiona poco a poco, pero tenazmente, tu carne. Y una humedad saltarina entre tu cuello y tus hombros. Cuenta y vocaliza bien el uno, el dos, el tres, el cuatro...Podemos pasarnos todo el día hasta que me descubras. Podrás pasarte todo el día tratando de descubrirme. Nunca te lo había dicho antes, pero es mi escondite seguro. Si das con él, no saldrás y querrás quedarte allí dentro conmigo para siempre.

Éxtasis

(Aneta Bartos)

Me pierdo. Pero me encuentro. Me voy. Pero me quedo. Me aíslo. Pero me vinculo. Me esclavizo. Pero me libero. Me fugo. Pero permanezco. Me duele. Pero me alegro. Me deshago. Pero me recompongo. Me retuerzo. Pero me enderezo. Me abandono. Pero me recupero. Me demuelo. Pero me reconstituyo. Me aborrezco. Pero me quiero. Me ahogo. Pero respiro. Me angustio. Pero me supero. Me secuestro. Pero me rescato. Me aflijo. Pero me estimulo. Me olvido. Pero recuerdo. Me sumerjo. Pero salgo a flote. Me sangro. Pero me cauterizo. Me incendio. Pero me apago. Me quiebro. Pero me vertebro. Me hurto. Pero repongo. Me culpo. Pero me perdono. Me entrego. Pero recibo. Me diluyo. Pero renazco. Me disperso. Pero converjo. Me descoloco. Pero me ordeno. Me deprimo. Pero me elevo. Me privo. Pero me lleno. Me enervo. Pero me calmo. Me despellejo. Pero me regenero. Me muero. Pero resucito. Me condeno. Pero me salvo.

Sigilosa


Aunque entras con cuidado, noto tus pasos. No los oigo, no haces ruido. Es una conocida calidez que invade la estancia. Procuras que los goznes de la puerta no rechinen. Que la luz exterior no llegue. Tu entrada es rápida. Quieres que sea una sorpresa. No sabes si estoy dormido. No lo estoy, pero tú no lo sabes. Aunque puede que la lasitud me venza, y no tenga que hacer demasiado esfuerzo en simular. Llegas hasta mi cama. La noche es menos calurosa que otros días. Tengo echada la sábana sobre mi cuerpo. Te has parado al borde. Dudas entre sentarte o introducirte dentro. Te sientas y me contemplas. Contemplas un cuerpo envuelto en un sudario que se impregna de sudor. Tocas la sábana. Palpas una de mis rodillas. Justo la que tengo elevada. La mueves para ver si me muevo. No reacciono. Separas uno de mis brazos. Lo extiendes. Luego el otro. Mis miembros se comportan como si fueran maleables. Lo son porque tú sabes manipularnos. Más: los moldeas. Descubres con parsimonia la pieza y me escudriñas el pecho. Rozas con los dedos el vello. Tiras suavemente de alguno de sus pelos. Dejas caer la cabeza y pones tu boca sobre el tallo mechoso que forma una cruz en el esternón. Lo mordisqueas. Todo es tan imperceptible y manso que me invita a abandonarme más. Descubres del todo la sábana, pero a continuación te cubres con ella. Nos cubre a los dos. Permaneces quieta junto a mi. Es en ese momento cuando comprendo el juego.

Mesadura


(David Bergman)


Cuando te recoges el pelo, él se pone de pie. Un impulso le va a llevar a incorporar sus manos a las tuyas. Entonces le dejarás. Darás paso a que su cuerpo se anexe a tu cuerpo. Él también se ha desnudado. Le atraes más que la noche. En ese juego de sombras, él te prefiere. Revolotea con sus dedos sobre tus cabellos. Corrige su dirección. Los alborota como un juego. Los escarba. Traza surcos que arañan sus raíces y a ti eso te pone la carne de gallina. Luego sumergirá su nariz y su boca tratando de husmear el barro del que estás formada. Inspirará hasta alterar su olfato. Lo lamerá hasta dejarse tomar por su amargor. Sentirás cómo sus dentelladas tiran de las hebras que ocultan tu cuello. Nada de lo que portas, sea cual sea el lugar de tu cuerpo, lo percibe él alejado de sus sentidos. Más bien los abre, los desvela. En cada exploración hay un inicio. En cada experimentación, él se afianza en ti.

Ofertorio

(Francesca Woodman)


Cuando me ofreces unas letras, me aportas alimento. No importa cómo las hayas aderezado. Cualquiera de tus letras me nutren. Pero sobre todo sus significados cómplices. Es como si me dijeras: tómalas, que yo participo de ti. Serán tus escrituras, pero serán sobre todo tus manos. Sin tus manos, ¿cómo podría yo entender el vigor de lo que me dices? Tus manos se abren, invitan, se posan, resguardan, vivifican. Cada movimiento está generando una sintaxis. Yo, como texto, me construyo en función del ejercicio de tus manos. Me asombro, acepto, me dejo palpar, me entrego, me arrojo. Entono el ofertorio con una sacralidad latente que sólo tú y yo reconocemos. Nuestras palabras las engendramos en cada adopción de nosotros. Léeme con tu garganta con la misma firmeza con que me escribes con tus dedos. Revélame con tu mirada la misma cadencia con que contemplas el mar. Estreméceme mientras te instalas en todas las estancias vacías de mi que no he sabido ocupar antes, cuando tú no estabas.

Vaporosidad

(Jean Valette)


Casi te veo al otro lado del cristal y al poner mis manos sobre él es que busco las tuyas, y tras ellas te busco a ti, aun sin llegar a asirte del todo, busco todo tu cuerpo, aun sin percibirlo lo suficiente, busco tu boca que ríe y que se torna retráctil, busco tu rostro apesadumbrado unas veces, risueño otras, pero sobre todo registro la fuerza de tu mirada, sin tu mirada no podría seguir tanteando esta ruta vaporosa, pero sobre todo busco el vigor de tu aliento, sin el que la materia que nos rodea no podría moldearse en función de nuestras ilusiones, pero sobre todo busco tu sentido, ese aguijón tenaz que esgrimes para desbrozar las dificultades, pero sobre todo busco tu imaginación, la busco para atravesar los espejismos, pero sobre todo busco el crisol de tu asombrosa gana de vida, para retener el calor que la materia diáfana pero fría no puede proporcionarme, y al mirar, tratando de sortear el vaho que se empeña en deshacer lo real, o en agrandar lo soñado, se produce un vaivén en que los cuerpos se acercan y se hablan y se expanden, porque es precisamente esa neblina la que me aproxima más, la que hace que ponga lo más vital, el deseo, y sé que al otro lado tú cada noche te sientes reclamado por mi desnudez, que sabes muy bien que no es mi vacío, mi desnudez que yo capto enseguida que la percibes como perturbación y que acoges como ternura

Absorción

(Connie Imboden)



Sí, es verdad, temblé. Temblé como nunca había temblado. Fui más allá del impulso habitual que siento cuanto entras en mi. Era como progresar en el lenguaje de los sentidos. Pero no eran sólo los sentidos quienes tomaban la iniciativa. Había una identificación en el deseo. Había un percepción de ti que me impregnaba de manera tal que me desbordaba. Me maravillé por ello. Mis sentidos no sabían responder, al modo ordinario, a algo que llegaba con mayor intensidad y hondura. Un clamor, acaso, parido por el silencio. Entonces, me dejé perder. Quería sentirme rendido a ti. Quería hallarme en otra alma. Fue una sensación de fusión. Mejor, un sentimiento de vínculo que no disgregaba mi materia. Sino que crecía y se hacía más sólida. Era como si no respirase. Como si las palabras se disolvieran en los gemidos retenidos. Como si hiciera de mi postración un extenso jadeo, que retornaba al silencio. Me reconocí nuevo. No importaba el esfuerzo. Me reconocí en ti. Tu presencia era evidente, no obstante estuvieras callada y expectante. Sí, temblé, toqué algo más allá de lo habitual. Algo que daba un paso nuevo. El valor de haberlo sentido tenía tu vigor. Tenía tu rostro. Tenía tu nombre.

Contacto

(Ralph Gibson)

Tus manos parecen más pequeñas que las mías, pero no lo son. Tus dedos parecen más tímidos que los míos, y acaso lo son. Es la hora en que la tarde de estío avanzado deja caer los cuerpos. Una siesta sin siesta. Los pensamientos se fugan hacia donde tú estás. Merodean sobre la órbita de tu cuerpo. Entran a través de una retina que se abstrae. O que se deja caer hasta donde yo estoy. Al entreabrir mis dedos siento toda tu longitud. Tal es la calidad que tus dedos manifiestan en su aparente apocamiento. Tocas lo inguinal de mis dedos y te apoyas. Estás esperando que tire de ti. Lo hago. Tras tu mano vendrá tu boca, vendrá tu silencio, vendrá el olvido de ti misma. Si eso deseas, te conduciré.

Buceo


Sé cuánto te gusta que mis cabellos se alboroten. Unas veces eres tú, otras yo. Aun siendo el resultado semejante, me gusta que seas tú quien los encizañe. Primero porque me rindo a tus movimientos táctiles. Mi cabello es tuyo, me digo. Luego, porque cada paso de tu mano plana, cada movimiento ondular de tu palma, cada rastreo de tus dedos, me enajenan y no sé dónde empieza mi cabello y dónde navega el resto de mi cuerpo. En el abandono, supongo. Sé cuánto te gusta arrimar tu nariz y tus labios y tus dientes a mi pelo. Siento que tú también te enredas en un surtido de olores y texturas y oscilaciones que no percibes habitualmente. Hundes tu cabeza y apoyas la barbilla sobre mi cabeza. Y cuando recoges con las dos manos una mata enorme de mi pelo, como si fueras a lavarte con el agua de una fuente, se produce en todo mi eje un estremecimiento singular. No me ves, no te veo. Pero mis cabellos han salido de mi y vuelan entre tus dedos. El otro día me dijiste que querías sentirlos también entre tu sexo. Que deseabas horadarlos. Me agitaste, aunque callara. Desde ese instante, no es para mi una mera curiosidad. Ardo porque te sumerjas hasta las profundidades de mis cabellos con toda tu hondura natural. Y que bucees entre ellos con todo el estímulo de tus instintos.

Sáciame

(Vadim Piscaryov)


Sáciame. Imperativo o súplica, qué más da. Sáciame desde la cascada curva de tus ojos. Si su brillo se desborda sobre los míos, nuestros cuerpos rozarán un manantial que siempre hemos deseado encontrar. Abramos de par en par nuestras bocas. Rodeemos nuestros contornos y que crezcan y se expandan. Toquemos cada punto de nuestra piel, haciendo aflorar sonidos. En nuestros dedos hay prolongaciones no reveladas. Luego, tú te pondrás sobre mi barro. Yo me colocaré sobre tu savia. Sin prisa, sin ansiedad. Bebamos de lo que cada uno tenía y no tenía del otro, y no lo sabíamos. El asombro estaba muy hondo. Cada sentido de nuestro cuerpo evoca algo diferente. Cada zona sugiere un hallazgo pendiente. Hallémonos, pues, en esa entrega. Seremos los amantes de las fases de la luna. Esquivaremos al sol para arremeternos a espaldas suya. Concebiremos las pruebas del placer a través de las cuatro estaciones. Sáciate en mi. Ya no aborrecerás el tiempo perdido.

Cabellos rebeldes

(Ralph Gibson)


Te persiguen los últimos cabellos. Son indóciles y fieles en su rebeldía. La navegación rápida sobre aguas procelosas los fijan sobre tus labios. Se disputan sus pliegues agrietados. Te entretienes tratando de capturarlos, pero son como lo etéreo. Inaprensibles. Situados a mitad de camino entre algo de ti y el aire. Pero también tú eres el aire. Yo lo siento cada día. Me envuelves, me espabilas, me motivas. Cuando soplas hacia mi dirección, me agitas. Cuando desencadenas una ventolera, me arrebatas. Cuando tu viento se apacigua, me invade una seguridad desconocida en mi. ¿Es tu boca un acantilado o la entrada a la gruta de los misterios? Tus últimos, extremos cabellos, seguirán ahí. Yo los apartaré en mi celo o los lameré con fruición para que también sean los míos.

Piedras

(Manuel Boix)


¿Qué sentías al coger entre tus dedos las piedras de colores? ¿Resbalaban, se pegaban a tus yemas, ardían? ¿Y al frotar las arcillas? ¿Eran huellas de la masa antigua que aún sigue deshaciéndose y cayendo por las laderas? ¿Se trataba de testigos infinitos que las olas van depositando desde la matriz marina sobre la playa? ¿Qué tacto se abría en tus dedos? ¿Qué sensaciones te transmitían ese palpar diferente que renovaba la textura de tus manos? ¿Había suavidad, aspereza, maleabilidad? ¿Te untaste con sus sustancias densas? ¿Coloreaste tus pechos con sus señales de otros mundos? ¿Frotaste tu piel con barros que te dotaban de una costra que te llenaba de calma? ¿Probaste en tu boca su liviana terrosidad? ¿De qué estaban teñidos los guijarros? ¿Te has preguntado sobre su procedencia antes de formar el lecho del piélago? ¿Cuántas mezclas, cuántas aleaciones, cuántos choques entre sustancias y materias han tenido que producirse hasta formar esos brillos que exhiben las rayas misteriosas de la palma de tu mano? ¿Has besado alguna piedra minúscula pronunciando mi nombre? ¿Has lamido la superficie de un guijarro que irisaba destellos que jamás habías visto? ¿Has escrito sobre la arena un deseo? Te quiero así, como la orilla que comparte la misma materia en sus diversas formas.

Extraviada

(Ralph Gibson)


No eres la única que mira perdida. Yo también miro de esa manera, cuando no cierro los ojos para verte mejor. La oscuridad nos abre y nos acerca. Desde el camastro donde me dejo caer te pronuncio. Algo me golpea el pecho, me rasga el abdomen. Sujeto las sábanas con ira. Cae sobre mi, se me ocurre gritarte. Esa energía traspasa inadvertidamente las paredes. Entonces te veo con claridad. Estás agotada. El recorrido del día ha merecido la pena. Has disfrutado de la luz y de las ciudades invisibles. Tu cuerpo reclama ahora reposo. No hay desazón en ti. Una calma extensa acaricia el perímetro de cuanto abarcas. Entreabres los labios e iluminas la mirada para recibirme antes del último arrebato. Para decirme que descienda a tu apacibilidad. Lo hago. Silencioso y prudente me aproximo. Quédate así. Permanece hasta que el sueño te rinda. Quiero ser tu sueño. Ahora soy tu vigilia.

El aura

(Mazasumi Fukuchi)


No son granos de arena, ni gotas de rocío, ni esporas de las plantas ignotas del desierto, ni el burbujeo de las olas. Es el aura. El aura que tu deseo expande tras las últimas palabras del hombre. La huella apenas perceptible sino en una noche de luna llena. Al trasluz de tu piel. Al eco de los jadeos del mar contra el acantilado. Diminutas esquirlas de gritos partidos desde un pecho que tenías cercano. Es el halo que emerge de ti, reparando el vacío. Reteniendo respiraciones, gemidos, silencios cómplices que hablan de la materia que no cesa. Déjalo fluir. Es el regalo del azar. Es la exigencia de la necesidad. Milagro de la noche, apenas se siente ni se palpa ni se ve. Te abres y lo recibes y de nuevo sale de ti. Nada es lo mismo. Un ciclo huido del tiempo. Uno de los últimos misterios de la mujer que es toda tierra.

Espuma

(Ralph Gibson)


En algún lugar ves el mar. En alguna orilla oteas la calma. En algún acantilado tu pensamiento se agita al ritmo del oleaje. Te ofreces a la luz que configura tu cuerpo con la irisación cambiante que las nubes alternas provocan. A veces te dejas caer sobre la arena, bocabajo. La brisa se desliza invisible rodeando tu piel. La atraviesa diagonalmente. Remueve tus cabellos, arrastra arena hacia tus labios, acaricia tus pies, sube por tus rodillas, frota tus muslos, pellizca tus pezones. Un estremecimiento. Desde un espacio protegido de lo más íntimo de ti rescatas una imagen. Entonces me miras, cierras los ojos pero me miras. Yo siento, no obstante la distancia, que me estás mirando, y que esa mirada me reclama, y que esa invocación reparte mi nombre por tu cuerpo. Entonces las letras que llegan con el aire no son sólo dibujos. Son manos, son resuello, son labios, son ingles. También son voces. Voces quedas cuyas palabras dispersas y múltiples adquieren formas incandescentes. Hablan de otra manera. Hablan y tocan. Hablan y se adhieren a la superficie de tu cuerpo. Buscan las rendijas, las entradas a tu ser, los espacios recónditos. Se van quedando poco a poco dentro de ti. Como si se rompiera y se reconstruyese a cada instante, ese fragor se confunde con las olas y con el viento. Y con tu deseo. Su espuma es bravía. Tú la escuchas. Tú me reconoces en ella. Los sonidos entrecortados de las noches resuenan en tus oídos. En algún lugar te rodea la tempestad donde te creces.