Sin resistencia


No es ya la proximidad. Va más allá. Es la profundidad en la que se asienta. Lo sabes. No ofreces resistencia, porque necesitas reconocerte a través de él. Todo lo que en ese preciso momento te vincula tiene rostro, tacto, ternura, sabor y densidad. Al aceptarlo, te aceptas a ti misma. No hay nada que repudies. Incluso pides más. Él responde a tu exigencia, porque te va distinguiendo. Eres la única para él. Y él se manifiesta con exquisitez y búsqueda como el exclusivo para ti. ¿De qué podrías quejarte? Es el comienzo. Abrís vuestras dimensiones para recibiros como nuevos cada mañana o cada tarde o cada noche. Esa precisión temporal carece de importancia. El tiempo sois vosotros. Ponéis hora, lugar y circunstancia cuando os miráis fijamente y las palabras enmudecen en vuestros labios. Porque hay más. Hay la generosidad de acercaros, de esperaros, de permanecer expectantes. Mientras, no te resistes. Y tú eres irresistible para él.

En mi

(Erick Kellerman)


Debes venir a mi. La hora de la canícula tiene tu nombre. También tu rostro de dulce abandono. Debes venir. Las palabras van desvaneciéndose. Las miradas se fijan y se desbordan. Los dedos exploran otros dedos. La piel que yo te ofrezco no pide nada a cambio. La calidez que tú aproximas a mi, yo la asumo. La tarde se configura de otra manera para nosotros. No hay momento del día. Tú y yo somos los momentos. Somos espacio, tiempo, receptividad, entrega, búsqueda, destino. Somos clima. Nos integramos en el encuentro que no tiene hora. Vas descubriéndome. Vas entendiéndome. Vas proyectándome. Como si hubiera creído conocerme durante años, y llegas tú y me abres de nuevo. Hombre mío, todo está siempre abierto para el infinito que mora en nosotros. Tómame, haciendo de mi pasado y futuro. Tú eres mi verbo. Tú mi sabiduría. Tú mi progresión. Hoy te encuentro más lleno de vida. Rezumas a ti mismo. Pero algo me dice que vas teniendo mi sabor cada día que transcurre. No puedes ya desviarte de mi. Y yo al estirar mi abrazo, te abarco en él.

Creciente

(Erick Kellerman)


Él te acariciaba las sienes. Contemplaba tu horizonte. El territorio que ansiaba. El día ya había claudicado. Y te hablaba con voz tranquila. Viejas historias, nuevas fábulas. Se le daba ágil su verbo, emergente desde las profundidades de su imaginación y de su inquietud acerca del mundo. La luna creciente marcaba la pauta. Os iluminaba en la aproximación. Era vuestro encuentro. Él advertía tu inmovilidad, que no era tal. Posaban tus sentidos y él sabía interpretarlos. Pero tu cuerpo, inerte al principio, pronto sería un haz revoltoso entre el envés de su cuerpo. Tú te mostrabas apaciguada para que él trazara los caminos que sus caricias debían recorrer. Las formas que exhibías, aparentemente equilibradas, iban a desmoronarse en cuanto él pusiera un dedo sobre tu piel. Y su uniforme lisura recrearía los pliegues de la geología que te ha formado, tan pronto como la lengua del hombre humedeciera tus llanuras. Luego, no podrás evitarlo, buscará tus oquedades con su olfato, su tacto, su saliva. La creciente será testigo. La fertilidad del amor será vuestra. Entregaros como si fuera un lugar único. Una ocasión irrepetible. Una necesidad inaplazable.



Salías

(Eric Kellerman)

Salías del sueño y te dirigías a otro sueño, y en eso yo te desperté, brusco, apetente, acaso exigiéndote lo que en ese momento preservabas, no dijiste que no, no dijiste déjame que duerma, déjame que sueñe, déjame que me confunda entre mis humores y mis certidumbres, todo eso que el cuerpo cuando surge de la noche genera y tarda en situar a la mujer o al hombre ante la nueva luz, salías de la nebulosa que regenera y entonces yo te atropellé, te reclamé a sangre y fuego de mi deseo, y cediste y me complaciste y yo, salvaje y huérfano, buscaba en ti mi razón de ser, buscaba en ti, hallaba en ti, tú que ahuyentas las acechanzas y mis vacíos...

Háblame

(Elizabeth Opalenik)


Háblame esta noche con la voz necesaria.

La voz que engarce con la mía
para rastrear los vacíos que aún me agujerean
y llenarlos de esperanza.

Háblame para que yo hable
de tu mirada.

Háblame para que tú acaricies
mis silencios.

Háblame del río donde nos bañamos
y sentimos nuestros cuerpos
nacientes.

Háblame de la orilla que nos espera.

Háblame del sol al atardecer
y de la luna en la madrugada.

Háblame de tu piel que se cita
con mi piel
allá donde se cuentan todos los secretos.

Háblame del aroma que desprendes
cuando cruzas el umbral de mi sexo.

Háblame de mi sueño imposible
cuando no duermo
porque no yazgo a tu lado.

Háblame de que el tiempo es una falacia
y que hemos llegado hasta nosotros
para conjurarlo.

Háblame del ascenso a aquella cima
desde la que me miraste un día
a mi
hundido en el valle perdido.

Háblame de la calma
y de la ansiada serenidad de la cual soy
un huérfano.

Háblame del hombre insatisfecho
que arrastro
a través del desierto de las soledades.

Háblame de la fuente donde bebemos.

Háblame
yo te hablaré de ti.

¡Eh! (ella)


Eh, te estoy esperando. Sé que estás ahí. Con ganas de llegar hasta mi. Lo presiento. No es que dude de que me lo hayas dicho, que sí que me lo has dicho, sino que mi sentido me lo confirma. Porque mi sentido se fundamenta en el deseo por ti. Debes estar escribiendo alguna de esas ocurrencias, sé que lo necesitas. Lo entiendo. Y me gusta. No sólo porque liberas urgencias íntimas. Sino porque me involucras. Me gusta que escribas para mi, porque me gusta leerte para ti. Al fin y al cabo, lo que haces es volcar aspectos y dimensiones de ti mismo. ¿Sólo eso? No, entregas más, y únicamente yo lo capto. ¿Te imaginas leyéndonos mutuamente, las letras del uno al otro? ¿Te imaginas leyendo yo para ti otros textos con mi tono cuajado, reposado o bien tú recitando eso que tanto te conmueve, eso que no cesa de vincularte a la vida? Eh, ven aquí, no se trata de llenar vacíos. Se impone nutrir al vacío de uno o más significados. Justo los que ambos necesitamos para sentirnos reconstruidos. Por eso estamos juntos. Por eso nos prometemos día a día. Las letras no son excusas. Son nuestras expresiones. Nuestra piel, nuestro nervio, nuestra capacidad de reacción, nuestra inquietud, nuestra satisfacción, nuestro destello cenital. Son la jugosidad que gustamos de intercambiar, reflejo de otros provechos que nos afirman. Que nos sujetan el uno al otro. Eh, ven aquí. La noche empieza. Y quiero que sepas de mi, que me adjuntes, que me saborees, que me compruebes. No ceso de tomarte, a veces sin que apenas lo adviertas. No ceso de besar tu nuca cuando llegas y te sientas a mi lado. No cesa mi cosquilleo, ese pálpito cuya inseguridad conjuras tú.



(Fotografió Aira Manna)

La huella

(Lucy Nuzum)


Se acerca a su cama, roza ligeramente las sábanas, palpa la almohada, en la que se advierte la marca de la cabeza de ella, toma algunos cabellos desparramados y los vuelve a dejar, luego se arrodilla y pasa las manos por encima en un movimiento de izquierda a derecha, intentando alisar la sábana, frota las arrugas que el cuerpo de la mujer ha depositado como estratos de materia viva, aprieta con el puño la sábana bajera como si se tratara de un haz de espigas, deja caer su rostro, hunde la nariz, huele el aroma que las horas de su descanso ha depositado en el tejido, abre la boca, lame los restos de sudor, mordisquea la tela y en el paladar se le forma un regusto apetecible y conocido, le llega el miasma grato de una calidez que se apodera de él, entonces cree ver sobre la cama el contorno de la figura de la mujer, extiende sus manos hacia el espectro cuya marca delimita sus sentidos, no soporta permanecer fuera de la cama, se descalza, se desnuda, se extiende boca abajo, calcula el perímetro imaginado de la figura femenina y se derrumba cubriéndolo con su carne, luego se agita, se zarandea, bulle en su sudor, jadea, se sofoca, siente que se rompe, lanza un aullido largo, calla.


Inmóvil

(Blackvertising)


Inmóvil, quisieras salir de ti. Y sin embargo, no puedes. No puedes porque al estar el hombre cerca de ti, en lo inmediato de ti, tú te sientes más a ti misma. No es que le sientas más a él. Notas la gravedad madura de su cuerpo, pero deseas también la etereidad púber de su actitud. Él te presiona, te sujeta, te cubre, te toca, te ensaliva, desliza su materia en los espacios huérfanos. Todo eso sí lo percibes. Y quieres que todo ese ejercicio del hombre sobre ti te sirva para descubrirte cada día. Ese experimentar al hombre proyecta el placer que sólo reside en ti. Potencia tus emociones. Abre el tesoro de los goces que sólo tú derivas, nombras, edificas. Pero no te basta. Ahora quieres saber cómo siente él. Cómo se excita al acercarse, cómo le llega tu aroma, cómo le impacta el calor de tu piel. Cómo vibra al tomarte por los brazos, cómo quiebra al besarte, qué convulsión le agita entre los muslos cuando se aprieta a los tuyos. Quieres saber cómo se deshace en ese enternecimiento con que emite susurros, cómo se estremece con tus gemidos, cómo se descoloca con tus jadeos. Incluso, desde qué profundidad de su limo resbaladizo le salen las palabras gruesas y los improperios con que él trata de agudizar hasta los límites la libidinosa búsqueda del placer. Te abrasa la idea de comprobar cómo asciende en él su sangre hiriente, cuyo destino final es adentrarse en lo más íntimo de tu cuerpo, y embriagarse con tu entrega. Y sobre todo, te obnubila esa fulguración en que el hombre se desgarra. Esa nada en que el hombre deja de ser, y se vuelve primitivo, y retorna a un útero invisible que le ciega y le protege. En tu ensoñación, desearías salir de tu cuerpo y ser por un instante su cuerpo. No te importa la dificultad, no ves una imposibilidad total en intentarlo. Te aferras al vínculo. A esa compenetración audaz y sincera que desde el primer día caracteriza vuestros encuentros desenfrenados. Te sujetas al hombre. Es probable que él también desee por un momento sentirse tú. Pregúntaselo, o no, simplemente escucha el rumor de su voz, la moderada extensión de su tacto, la presión progresiva con que va llegando a tus entrañas. Sabe lo que quiere, quiere saberte, quiere que tú le sepas.

Se acerca

(Blackvertising)
Te recoges el pelo. Le esperas. De un momento a otro entrará. Te desea y tú te ofreces. ¿O tú le convidas y él acepta? Le gusta tu espalda. Ese eje que se traza desde la nuca y acaba en el coxis. La ese sugerente que serpentea en torno a su exigencia de placer. Él te amarrará como un saurio. Se deslizará por tu tronco. Sentirás una lengua bífida derivando desde el valle de tu espalda a otros valles más profundos. Te librará de lo accesorio. Te arrebatará de lo formal para acceder a otros descubrimientos. Y desde éstos a otros más recónditos. Nada hay que pase desapercibido en un cuerpo. Nada hay superfluo en aquello dotado de calor y de aliento en cada poro. Hoy tu espalda será él mismo. Hoy la mayúscula que describe tu caligrafía dorsal se desplegará más allá de la tentación. A punto estáis de iniciar el ejercicio. Él se acerca.

Estar aquí

(Katia Chausheva)


Mientras estás físicamente en otra parte y yo aquí, se me ocurre recordarte, y entonces proceso verbalmente el pensamiento y digo que te recuerdo, pero no, no es que te recuerde, recordar implicaría rescatar de un olvido, corto o largo, pero yo no te recuerdo, porque no te he relegado, porque no te traigo de ninguna parte separada de mi, porque no has estado apartado de mi espíritu durante todo este tiempo de perplejidad y asombro que nos implica a ambos, como nos gusta decir, sino porque yo te llevo incorporado, y entonces, ¿cómo llamarlo?, y si tu presencia es continua, ¿qué tengo que traer desde territorios apartados, puesto que estás en los reconocidos, porque te hallas dentro de mi misma?, y es por eso por lo que voy más allá, y hablo de sentirte, por ejemplo, hablo de percibir cómo tu ser acompaña al mío, hablo de cómo tu cuerpo es reclamado por mi cuerpo, y cómo lo palpo en su vigor y haces que experimente el mío con toda su energía, y aprecio mi cuerpo como un cuerpo nuevo que se da en su plenitud a ti, de la misma manera que me doy cuenta que tú inauguras un nuevo conocimiento de ti mismo, y cómo tu pensamiento se elabora en conexión con lo que promueve el mío, y cómo destacamos esas complicidades y esas solicitudes y ese saber el uno del otro a lo largo de cada día, una actitud que convertimos en verbo reflexivo y conjugamos como sabernos, nada se trata, pues, de traer ni de recordar aquí, porque estás ya aquí, no me importa esperar a que tu presencia se materialice del todo, porque sé que ya ha comenzado a hacerlo, de la misma manera que compruebo que ya estoy siendo vivida por ti, y aún más, disfrutada, y aún más, que nos compartimos mutuamente, y todas estas manifestaciones de acompañamiento se van distribuyendo entre mis ideas, mis pautas, mis emociones y mis deseos, y al ocuparme tú a mi toda no sé otra cosa sino hacerte hueco, ampliar espacio de mi misma para ti, para que al entrar en mi no sólo me conozcas, sino que también te muestres tú, y mientras tiene lugar este transcurso sentimos gozo por ello, y sé que te invade una ternura irrefrenable por mi, y nos intuimos, y este acontecimiento de portarnos el uno al otro nos indica una dirección, y te miro con una mirada acogedora y vencida...

Te alcanzan

(Aira Manna)

Entreabres la boca, como un reflejo de mis palabras. Las palabras se emiten, circulan y luego se alojan en tu cuerpo. Es en tu cuerpo donde adquieren plena carta de naturaleza. Mientras las he expresado, incluso antes, cuando las he pensado de manera vertiginosa o meditada, según, son levedad. Por más fuertes que suenen, por más entidad que aparenten, por más energía que trasladen de mi, no son materia consistente mientras no te alcanzan. Mientras no se alojan en ti. Es entonces cuando comienzan a sedimentar en tu regazo. Cuando acaricias unas, aprehendes otras, separas las más o desechas las que apenas te dicen. Mientras me escuchas, permaneces quieta. Como mucho abres ligeramente los labios. Tienes costumbre de cerrar los ojos. Como si quisieras hacer de tu alma un templo. Los tendones de tu cuello se tensan y la nuca exudora acaloradamente. Las palabras han comenzado a deambular por los pasillos de tu naturaleza. Y de momento, te afectan. Algunas se presentan de improviso, otras se repiten, otras más están pobladas de imágenes, bastantes de ellas de deseo, acaso sólo muy pocas de cordura. Hablo bajo, cadenciosamente, el tono se desliza o comete altibajos que juegan a los dados con tu receptividad. Tras tu rostro de apariencia imperturbable se ha abierto todo tu ser. Nada hay inmóvil dentro de ti, nada permanece ajeno, nada se aparta de mi aproximación. Todo lo contrario. Al son de las palabras que voy depositando en tus manos, te azuza el nerviosismo, te arden las entrañas, se agarrotan tus músculos, expectora tu piel. Y más allá, tu cerebro descarga su electricidad en forma de representaciones, y éstas tratan de abrirse paso entre ese autocontrol que poco a poco vas perdiendo. Justo cuando una o dos palabras que parecen fugaces, pero cuya hondura te traspasa, desprenden un aliento arrebatador que se va deslizando por tu espalda...

El íncubo

(Connie Imboden)



La tarde es tan cálida que no advierte sus pasos. La casa está en silencio, mas ella se muestra agitada. Es este calor, se dice a sí misma, es esta humedad que se pega como una costra de fuego, se persuade. Hace rato que se despojó de la ropa más minúscula. Tiene los muslos sudorosos y el cuello chorreando por efecto de su exuberante cabellera. Está sola y le gusta esa soledad donde se crece. Un apartamiento que le da seguridad, donde hace lo que quiere y como quiere. Los brazos le pesan y los deja caer. Las piernas las siente quebradizas y le cuesta levantarse del lecho donde trata de amortiguar el cansancio. Huele el aire enrarecido. Necesita beber agua. Hace rato que precisa beberla. Avanza por el pasillo dando tumbos, poseída por un sopor en el que no se sumerge del todo. Las contraventanas están echadas y la luz es ínfima. La justa para distinguir el acceso de unas habitaciones a otras. Algunos rayos de sol trazan líneas oblicuas sobre el parqué. Entra en la cocina. En un altillo protegido del calor hay una botella de agua envuelta en unos trapos húmedos. Se conserva el frescor y llena un vaso. Tiene ansia, pero prefiere que el ritual sea lento, prudente. Comienza a pequeños sorbos. Es mejor que beba despacio, se dice, el agua hay que tomarla como se toma a un hombre, haciendo de su densidad una corriente que nos invada, se le ocurre. Se asombra ligeramente de este tipo de pensamientos. Debe ser por causa de esta calima que lo consume todo, razona, que me desasosiega toda. Ha apurado el vaso. Desearía beber más, pero debe guardar la botella al relente de aquel vasar protector. Todavía le pedirá el cuerpo nuevos tragos. Se nota aplanada, da la vuelta en dirección a su cuarto. Al pasar por delante de la biblioteca oye un ruido menor. No obstante, se pone en guardia. Está tentada a dar la luz eléctrica, pero imaginar el destello y la calorina la retrae. Permanece atenta. No vuelve a oir nada. Se gira para ir en dirección a su dormitorio. De pronto se apoya en una jamba, porque percibe a su espalda un hálito calinoso inhabitual. Intuye una sombra pero ésta no se muestra. De pronto algo le inmoviliza. Una sensación, una orden oculta, una fuerza que presiente pero no ve. Su cuerpo cede hacia atrás levemente. Un apresamiento la rodea. Como si el poder invisible fuera descendiendo sobre ella. Como si la cubriera desde atrás con la manifestación más licuante que ella pudiera imaginar. Abandonada, siente que un rayo le rasga. Que su cuerpo se eleva y que de pronto cae empujada por la fuerza impalpable, que la hace suya. Abatimiento. Lasitud.

El vínculo




Te vi, te miré, atravesé audaz tu retina hasta entrar en los pensamientos que se enredan en lo más recóndito, te coloqué el cordel casi en el tobillo, la representación de un vínculo que los demás reconozcan, me pediste, pero yo iba más lejos, el vínculo no se exhibe, te dije, el vínculo se ratifica sólo ante la persona a la que se ama, te dije, y para demostrártelo en ese momento te vinculé a mi sonrisa, al gesto que de ordinario oculto tras unos ojos tristes, que tú dices, el rasgo que mantengo encendido para que tú lo saborees, la saborees, a ella, a mi sonrisa, y más todavía si quieres, a mi carcajada, te mostraste incrédula cuando te confesé que mi estado natural es la alegría, el loco y enredador alborozo que expresa las ganas de vivir que no se rinden nunca, y fue en el instante en que bebiste de mi, en la convulsión con que abriste tu pecho a mi desenfado, cuando comenzaste a entender cómo me invade el regocijo que nace del placer, yo me puse detrás, sujetando tu cabeza, y fue entonces cuando observé tu geometría trapezoidal, la posición de las piernas preservando tu pelvis sugerente, tu pelvis oferente, contemplé tu bella imagen desde atrás, callado, expectante, ligeramente tenso, sumisamente dispuesto, y al sujetarte por los hombros echaste hacia atrás tu cabellera, sentí su fragor sobre mi pecho, y tu rostro ponía luz a la noche, y tu boca se reflejaba en la mía, miré tu cordel pulsera, el pie como una letra arábiga, y yo me sumergí en tu alfabeto para escribir los versos más joviales esta noche

Materia

(Dieter Appelt)


El calor nacía de él, y se extendía a través de él, y fundía el elemento líquido de sus venas, y su cuerpo hervía en cada espacio de la piel, de sus vísceras, de sus extremidades, de sus neuronas, y en su inmenso ardor sintió que la tormenta le cercaba, que se cernía sobre él hurtándole la conciencia, desproveyéndole de la voluntad, derribándole en la sima donde las palabras se agotan, donde los susurros se crecen y se tornan quejidos, donde la garganta se rasga y expectora el clamor, y en la plena convulsión que se apoderó de él comprendió sus orígenes, y sintió que no podía detener el desgarro gustoso que le dispersaba, deseando que los tiempos del hielo hubieran desaparecido, y alargó los brazos buscando otras manos que también se dirigían a él, y al asomarse al filo del horizonte en que arriesgaba su propia extinción comprendió que no estaba solo, que el fuego que crecía no era únicamente el suyo, que en el interior de la tormenta también la mujer se prendía, y que era desde ella desde donde llegaba la llama, la llama derramada, la llama erguida, la llama del gemido silencioso, la llama que traduce los deseos en palabras, y las palabras en evocaciones, y entonces el hombre de fuego se sintió de barro se sintió de lágrima se sintió de balbuceo y se hundió en la mujer, y la amó, invocándola a gritos entre la materia incandescente...

Interrupción

(Aira Manna)



Al tener que salir precipitadamente de la estancia, el hombre dejó a la mujer entregada. Pero no solitaria, porque el fogoso don que él ponía en su regazo se mantenía vehemente. Y las palabras de placer que había depositado en la mujer fluían todavía impetuosas en los oídos de ella. Él no había querido ausentarse, no hubiera debido hacerlo, no tendría que haber cortado el momento en que el mundo desaparece ante ambas presencias. Ese instante en que ambos se sentían fugados de toda obligación y de toda carencia. Lo que por una parte era una huída de lo habitual, por otra se constituía como un encuentro satisfactorio y se revelaba como una sorpresa que les fagocitaba. En aquel breve y frecuente interludio, la mujer y el hombre se deslizaban por la espiral de sus urgencias. Se dejaban caer en un fondo que ellos llenaban fervorosamente. Les faltaba tiempo, todas las horas eran insuficientes para buscarse y acoplarse. Tal era la complicidad que se había generado entre ambas vidas, que ocupaban sus momentos como si hubieran cohabitado desde antiguo. Este saberse recientes y firmes en su afecto pero, a su vez, sintiéndose como si hubieran estado edificándose desde un pasado lejano les acercaba. El paso a su fusión era instintivo. Diría que reflejo. Reflejo e instinto se vestían con el ardor y la comprensión. Acaso por esa causa, la calidez del acercamiento les gratificaba más. Se acariciaban con sus ansiedades. Se probaban en sus ternuras. Se recogían en sus necesidades acompasadas. Se respondían en un tacto ilimitado de sensibilidad que no distinguía el alma del cuerpo. Al salir, el hombre se llevó a sus quehaceres el perfume empapado de la mujer.Y la mujer se arropó en el ultimo aliento del hombre extendiendo su mano a la espera.

Las lunas

(Erick Kellerman)


Te circunvalan las lunas de tu cuerpo. Agradece la luz que reciben. Enorgullécete de la robustez que muestran. Sabes perfectamente que la mirada del hombre gusta de sobrevolar sus contornos. Que sus manos reconocen el territorio. Que sus labios aterrizan sobre la superficie, oteándola delicadamente. Que su cuerpo posa la calidez de su piel sobre los hemisferios. Que su eje de rotación se fija en tu eje. Que una energía mutua destella y os refuerza. Que las notas de una música planetaria se instala a dúo. Que la conjunción armónica suaviza los movimientos. Las lunas hablan con lengua de gemidos. Acaso de plegarias. Os recreáis en sus fases.

Hervidero

(Aira Manna)


Las tardes son cálidas. Las persianas bajadas protegen el ataque diagonal del sol, si bien desdibujan el contorno de las figuras. La mujer espera al hombre. No es que él se retrase. Es que en ella avanza voraz el deseo y siente como si en su carne se paralizara el tiempo. La mujer se ha desnudado. En su desasosiego, suda. Trata de apaciguar su inquietud liando un cigarrillo con la hebra de un tabaco holandés. Ha cogido un libro y con él se arrima a una de las rendijas de luz. Insuficiente, la escasa claridad desdobla las letras, las parte. No tiene paciencia para intentar una lectura demediada. Podría alzar un poco la celosía, pero el fuego del exterior la desincentiva. Opta por esperar sin hacer nada. Sólo carcomerse. Los minutos le resultan inabarcables. Y en la densidad de la espera, la mujer no ceja de moverse de un lado a otro de la habitación. No sabe tampoco cómo huir de la presión farragosa que invade el recinto. Ha abierto otras estancias, preservando la atmósfera interior, intentando que circule una brizna de aire que apenas existe. Ha recorrido el pasillo, entrado en otras habitaciones. Todo el espacio se le queda pequeño, inhóspito. La humedad lo impregna todo. Los tabiques, los muebles, las sábanas, el suelo de madera. La mujer se pega a la pared, formando un arbotante laso. Endeble, floja, cruza las piernas, golpea su cuerpo a un lado y otro de vértice de las paredes. Se desliza verticalmente, raspándose la espalda, hasta caer sentada en un rincón. Apoya la cabeza en la obscuridad del ángulo, como si se sintiera más acogida. La espera le bloquea. Se rasca la cabeza, el calor le provoca unos picores inusuales. Su cuello gotea, un hilillo cae por su pecho y bordea uno de sus pezones. Se frota los muslos, agitada por una llamarada efervescente que le nace entre la vulva. Extiende los brazos y prolonga las piernas en un intento de aligerar la tensión. De pronto oye unas pisadas por las escaleras. Se estremece y escucha. Trata de descifrar los pasos firmes del hombre, que ella conoce tan bien. No está segura. Y esa falta de seguridad la paraliza y, a su vez, la excita. A medida que identifica el ritmo de los pasos, se enerva. Ya está aquí, piensa. Ya llega. Nota una presión contumaz en su sexo que le irrita. Se palpa y comprueba su dureza exterior. Se toca con los dedos y entre la carnosidad de sus labios se unta de un flujo incontrolado. Cuanto más se aproximan las zancadas a la puerta de su piso, hierve en su ahogo. Recogida sobre sí misma, se sujeta las piernas por las rodillas y tiembla. La postración la desequilibra. La sangre está a punto de salpicarla. De pronto, irrumpe en el silencio el ruido de una llave que hace girar la cerradura.


A favor del viento

(Elizabeth Opalenik)


Con el favor del viento asciendes sobre ti misma. Eolo hecho hombre ejercita su soplo para que te sientas un ángel. Procura tu agitación para que despegues de la monotonía. En esa sacudida te desprovees de la gravedad que te ataba al vacío. Como un remolino, sientes que tu elevación te transforma. Danzas, te expandes, caen las gasas que ocultaban tu libertad interior. Exhibes ante el hombre tu desnudez sugerente. Y los sentidos de él la aprecian. Y él arranca, emprende a su vez el vuelo hacia ti. En ese instante el bucle que trenzas se vincula a sus sentidos. Su pensamiento te roza. Tú le desafías intercambiándole el tuyo. El hombre viento no existe sino para mirarte, para empujar con su aliento el desplazamiento reparador. Entonces, él extiende sus brazos y ambos emergéis como si lo hubierais hecho desde siempre. Estáis aprendiendo. Os estáis aprehendiendo. Porque aprender y aprehender no son verbos que tengan el obstáculo de una letra y signifiquen diferente. La doble conjugación verbal se hace carne en vosotros. Os sabéis habitantes del destino.

Durmiente

(Katia Chausheva)


No debes temer las pesadillas. Son el pulso que la vida real mantiene con los deseos. Mientras tus ojos se pierden en la niebla, los sueños se deslizan a través de tus venas y te sacan de la rutina. Después, ya no serás la misma. En el transcurso de la noche atravesarás ciénagas, laberintos de adelfas y empedrados de hiedra que te calzarán los pies. Las alamedas trazarán un arco sometido a tu paso. Te sentirás acariciada por una imprevista sudoración que lleva la marca del temor. De lo que no se conoce. La humedad de los piélagos recorrerán tus oquedades más resguardadas. Percibirás el rocío de un amanecer que te habita y la escarcha de los anocheceres donde hibernas. Tal vez te sientas alejada de tu propia especie y frecuentes las costumbres de los seres que pueblan el silencio. Al fondo de una roca encontrarás el abrigo para resistir las inclemencias de los humanos. Incluso puede que escarbes entre el ramaje y el lodo y halles la abertura desde la que mirarás la obscuridad. Ahí te atravesará un escalofrío doloroso. Tu propia caída a la espiral de la nada. Donde la arena flota, donde el agua cristalina se bebe, donde la luz no es imprescindible para moverse, porque otra es la mirada. Y en esa caída sucesiva no te golpearás, porque tienes fe. Sabes que debes elevarte sobre lo que carece de significado. Sabes que debes incorporarte a nuevas percepciones. Donde el pensamiento tiene horizonte. Y el horizonte es un irresistible clamor dentro de tu pecho, al que tú pones nombre.

Los dedos perdidos

(Katia Chausheva)



En el arrobo pierdes
el control de tus manos.
No te importe. Saben
orientarse solas.
No hay secreto alguno para ellas
en el recorrido de tu cuerpo.
Tus regiones
son cabalgadas desde la cabeza
hasta los pies
sin que dejen otra huella
que no sea la del placer.
A veces tus palmas se dejan caer al vacío.
Otras se retraen
activando un puño
contra lo impalpable.
En su prolongación
tus dedos tactan el aire.
Y se mojan con la saliva de los sueños.
La inercia los hace íntimos.
La exploración los torna sabios.
Al alcanzar los lugares más acogedores
evocan al hombre.
Un instante de furia
y los dedos caen
quebrados y ausentes
entre las sábanas y tus gemidos.

Los dedos del conocimiento

(Eric Kellerman)


Tu mano me llama. Hay en ella una expresión solar que me conduce a ti. Como luminarias audaces sus dedos me indican el destino. Tu mano se conforma como el cuenco del manantial extraviado y me invita a beber. Un agua primigenia, transparente, cuyo único sabor puede ser el de la tierra que la filtra. Hay en mi una sed antigua. Una sed que no he conseguido saciar. He buscado arduamente el origen del agua que me calme, mas no la encontré jamás. Al ver la postura de tu mano, al sentir el frescor que prolongan las yemas de tus dedos, al acercarme a la formación rocosa que la rodea he comprendido. Tal vez una dúctil y sensible corriente telúrica me lo confirma. Obviamente ésta no es la mano de un pantócrator, cuya elevada majestad permanecía firme pero a la vez difusa en las portadas del mito, transmitiendo autoridad, no fraternidad. Los dedos de tu mano, tan mayestáticos como horizontales, señalan la senda del reino de la felicidad que deberíamos perseguir en la Tierra. Tu gesto me habla de una armonía diferente, de un retorno más veraz al Centro, de un conocimiento mandálico que se abra a otros conocimientos concéntricos. Donde el objetivo final somos tú y yo. Para retomar el camino, para afianzar neustros pasos. Reclamo tu luz, vindico tu liquidez, toco los perfiles que destellan energía. Me gusta comprobar cómo emana la fuerza de esa mano. Cómo sugiere, cómo me atrae, cómo me vincula. Arraigada en tu deseo más íntimo, haces que su lenguaje fructifique en mi ser. Mano que toma la iniciativa y me aproxima. Mano que me apacigua. Mano que me traslada. Mano que hace que yo sienta la densidad de tu sangre. Mano que coge mi mano para tactar tus entrañas cálidas. Mientras, en la penumbra, la otra mano protege el calor de tu cella. Es entonces cuando comprendo que entre la solicitud y la ofrenda estás tú. Tú, aportándome un sentido a la vida cuya agitación me desorientaba, cuya abulia me escarnecía, cuya miseria me petrificaba. Tus dedos que me enseñan, tus dedos que me rasgan, tus dedos que acarician mi sien.