Hervidero

(Aira Manna)


Las tardes son cálidas. Las persianas bajadas protegen el ataque diagonal del sol, si bien desdibujan el contorno de las figuras. La mujer espera al hombre. No es que él se retrase. Es que en ella avanza voraz el deseo y siente como si en su carne se paralizara el tiempo. La mujer se ha desnudado. En su desasosiego, suda. Trata de apaciguar su inquietud liando un cigarrillo con la hebra de un tabaco holandés. Ha cogido un libro y con él se arrima a una de las rendijas de luz. Insuficiente, la escasa claridad desdobla las letras, las parte. No tiene paciencia para intentar una lectura demediada. Podría alzar un poco la celosía, pero el fuego del exterior la desincentiva. Opta por esperar sin hacer nada. Sólo carcomerse. Los minutos le resultan inabarcables. Y en la densidad de la espera, la mujer no ceja de moverse de un lado a otro de la habitación. No sabe tampoco cómo huir de la presión farragosa que invade el recinto. Ha abierto otras estancias, preservando la atmósfera interior, intentando que circule una brizna de aire que apenas existe. Ha recorrido el pasillo, entrado en otras habitaciones. Todo el espacio se le queda pequeño, inhóspito. La humedad lo impregna todo. Los tabiques, los muebles, las sábanas, el suelo de madera. La mujer se pega a la pared, formando un arbotante laso. Endeble, floja, cruza las piernas, golpea su cuerpo a un lado y otro de vértice de las paredes. Se desliza verticalmente, raspándose la espalda, hasta caer sentada en un rincón. Apoya la cabeza en la obscuridad del ángulo, como si se sintiera más acogida. La espera le bloquea. Se rasca la cabeza, el calor le provoca unos picores inusuales. Su cuello gotea, un hilillo cae por su pecho y bordea uno de sus pezones. Se frota los muslos, agitada por una llamarada efervescente que le nace entre la vulva. Extiende los brazos y prolonga las piernas en un intento de aligerar la tensión. De pronto oye unas pisadas por las escaleras. Se estremece y escucha. Trata de descifrar los pasos firmes del hombre, que ella conoce tan bien. No está segura. Y esa falta de seguridad la paraliza y, a su vez, la excita. A medida que identifica el ritmo de los pasos, se enerva. Ya está aquí, piensa. Ya llega. Nota una presión contumaz en su sexo que le irrita. Se palpa y comprueba su dureza exterior. Se toca con los dedos y entre la carnosidad de sus labios se unta de un flujo incontrolado. Cuanto más se aproximan las zancadas a la puerta de su piso, hierve en su ahogo. Recogida sobre sí misma, se sujeta las piernas por las rodillas y tiembla. La postración la desequilibra. La sangre está a punto de salpicarla. De pronto, irrumpe en el silencio el ruido de una llave que hace girar la cerradura.