Interrupción

(Aira Manna)



Al tener que salir precipitadamente de la estancia, el hombre dejó a la mujer entregada. Pero no solitaria, porque el fogoso don que él ponía en su regazo se mantenía vehemente. Y las palabras de placer que había depositado en la mujer fluían todavía impetuosas en los oídos de ella. Él no había querido ausentarse, no hubiera debido hacerlo, no tendría que haber cortado el momento en que el mundo desaparece ante ambas presencias. Ese instante en que ambos se sentían fugados de toda obligación y de toda carencia. Lo que por una parte era una huída de lo habitual, por otra se constituía como un encuentro satisfactorio y se revelaba como una sorpresa que les fagocitaba. En aquel breve y frecuente interludio, la mujer y el hombre se deslizaban por la espiral de sus urgencias. Se dejaban caer en un fondo que ellos llenaban fervorosamente. Les faltaba tiempo, todas las horas eran insuficientes para buscarse y acoplarse. Tal era la complicidad que se había generado entre ambas vidas, que ocupaban sus momentos como si hubieran cohabitado desde antiguo. Este saberse recientes y firmes en su afecto pero, a su vez, sintiéndose como si hubieran estado edificándose desde un pasado lejano les acercaba. El paso a su fusión era instintivo. Diría que reflejo. Reflejo e instinto se vestían con el ardor y la comprensión. Acaso por esa causa, la calidez del acercamiento les gratificaba más. Se acariciaban con sus ansiedades. Se probaban en sus ternuras. Se recogían en sus necesidades acompasadas. Se respondían en un tacto ilimitado de sensibilidad que no distinguía el alma del cuerpo. Al salir, el hombre se llevó a sus quehaceres el perfume empapado de la mujer.Y la mujer se arropó en el ultimo aliento del hombre extendiendo su mano a la espera.