Sigilosa


Aunque entras con cuidado, noto tus pasos. No los oigo, no haces ruido. Es una conocida calidez que invade la estancia. Procuras que los goznes de la puerta no rechinen. Que la luz exterior no llegue. Tu entrada es rápida. Quieres que sea una sorpresa. No sabes si estoy dormido. No lo estoy, pero tú no lo sabes. Aunque puede que la lasitud me venza, y no tenga que hacer demasiado esfuerzo en simular. Llegas hasta mi cama. La noche es menos calurosa que otros días. Tengo echada la sábana sobre mi cuerpo. Te has parado al borde. Dudas entre sentarte o introducirte dentro. Te sientas y me contemplas. Contemplas un cuerpo envuelto en un sudario que se impregna de sudor. Tocas la sábana. Palpas una de mis rodillas. Justo la que tengo elevada. La mueves para ver si me muevo. No reacciono. Separas uno de mis brazos. Lo extiendes. Luego el otro. Mis miembros se comportan como si fueran maleables. Lo son porque tú sabes manipularnos. Más: los moldeas. Descubres con parsimonia la pieza y me escudriñas el pecho. Rozas con los dedos el vello. Tiras suavemente de alguno de sus pelos. Dejas caer la cabeza y pones tu boca sobre el tallo mechoso que forma una cruz en el esternón. Lo mordisqueas. Todo es tan imperceptible y manso que me invita a abandonarme más. Descubres del todo la sábana, pero a continuación te cubres con ella. Nos cubre a los dos. Permaneces quieta junto a mi. Es en ese momento cuando comprendo el juego.