Incorporación

(Alvin Booth)


Ella se deja. Permite que él contemple atónito y gustoso su desnudez. La imagen de la mujer se muestra como el recorte irreal de un sueño. Él la atrae enérgicamente con la mirada y ella no duda. En la agilidad profunda de sus ojos el hombre solicita su aproximación. Está echado en una cama, apoyando la cabeza en una almohada desde la que su visión se hace más cómoda. Se acaricia lentamente el vello del pecho y observa los pasos felinos de la mujer. Apenas vibra la madera del piso mientras la mujer se desplaza. La luz es tenue, más bien apagada. Las persianas están echadas para reducir el impacto del calor de la tarde, denso y preñado de humedad. El hombre aparenta quietud, pero interiormente tiembla. Ella se acerca y las respiraciones de ambos empiezan a adquirir consistencia. Hay un área espacial en que sin estar todavía juntos se sienten imantados. El magnetismo les va atrayendo, pero se produce un juego indeciso y cómplice de mantenerse a distancia. Como si la tentativa pretendiera convertir el instante en una excitación que abra las puertas de todas las excitaciones. Ella se alza poco a poco. Su desnudez ya no es una sombra. Es una elevación exuberante. Es una espiral soberbia que emite un destello rompiente. Él se hunde en el lecho, como si se empequeñeciera ante la presencia despierta de ella. Como si tratara de tomar carrera desde sus venas más profundas, buscando dotarse de vigor. No puede evitar que una llamarada le atraviese axialmente, que le paralice los músculos, que le enerve sus atributos. La mujer roza con su presencia la cama. Toca levemente las sábanas con las rodillas. Está vertical y sinuosa a la vez. Se recoge los cabellos. Pone una mano en un muslo. La otra mano acaricia con parsimonia uno de sus pezones. El hombre siente un calor diferente. La recién llegada, la que ha acudido a su reclamo, destila un aura que comienza a expandirse sobre el cuerpo de él. Ella se sube a la cama. Se pone de rodillas, pero con el cuerpo erguido, impasible. El desconcierto invade al hombre. La postura calma de la mujer, avanzando prudente pero firme hacia él, le altera. El hombre extiende inseguro los brazos hacia la altura de las caderas de la mujer. Callan. Se saben encendidos pero se demoran. Ella ofrece las puntas de sus dedos y él avanza los suyos. Se rozan, se contagian, se reconocen en la misma levedad del gesto. El amante siente un deseo que le paraliza. No es nadie. Ella lo es todo.