(Elizabeth Opalenik)
Es la mano de la noche. Cuando la oscuridad invade tu casa y las miradas son hacia adentro. Cuando los quehaceres pesan y tratas de postergarlos. Cuando las cuitas quieren prender el silencio y te esfuerzas en apaciguarlas. Cuando las esperanzas destellan y los deseos enardecen tu alma. Entonces una mano llega en forma de palabra y te acaricia. Al principio permaneces queda. La voz lejana es tenue. Adquiere la dimensión de una energía que fluye acompasada y susurrante. Tú la dejas que fluya y aceptas que se quede en tu entorno. Enseguida la dejas entrar. Tu casa, tu cuerpo, tu intimidad, tu búsqueda. Los compartimentos del espacio en el que eres. En el que te confirmas. Luego de la voz, es el calor. La mano es de una calidez tal que rasga tu pecho. Y tu conciencia se deja conducir por ella. La mano lo advierte, la voz lo sabe, el calor lo comprueba. Cuantas puertas y ventanas de ti ofreces a la mano, ésta lo agradece y roza los objetos. El calor busca el calor. Y es precisamente en esa identidad en que la mano es también un cuerpo, que busca tu cuerpo. Un sentido que prospecta tu sentido. Una ilusión galopante que persigue tus sueños. Una decisión imparable que alcanza tu coraje. Parecía una mano que llegaba desde el otro lado del paisaje, y puede serlo todo.