Sueño de los labios



Aquella noche soñó con unos labios de mujer apretados. Unos labios rojizos y frescos que avanzaban hacia él desde el fondo de la habitación. Se elevaban desde un rincón donde la oscuridad difícilmente daría la impresión de poder generar un hálito de vida. Pero ya es sabido que en lo más reservado suele guarecerse la luz. En su avance, aquellos labios dejaban una estela luminosa y fiera como el carmín. Al hombre, aquella huella deslumbradora le sugería una senda. Y como suele suceder con todos los caminos que se despliegan en la perplejidad, le desarmaba pero le atraía. Al principio los labios se acercaban indecisos a su cama. Irrumpía el fogonazo hiriente de aquella forma acorazonada y firme. Destellaba la caída de los surcos finísimos como fruta madura. Entonces él se sobrecogía. Luego los labios ascendían sobre la vertical del hombre y daban vueltas como si le explorasen. Se diría que los labios se movían en una espiral cálida que transformaba el miasma de su cuarto y lo aireaba, y que de paso purificaban su abandono. Allá donde el hombre mirase, los labios se situaban frente a su mirada. Si se giraba contra la pared los labios estaban pegados a ella. Si se ponía bocabajo los labios le observaban desde el suelo. Si contemplaba el techo, atravesado por las luces exteriores de neón que penetraban por la persiana mal bajada, los labios se fijaban como ventosas. Sintió que los labios se habían incorporado a su retina y que era desde el fondo de ésta desde donde emergían, audaces y obsesivos. Soñó, en fin, que los labios crecían y que ocultaban las sombras. Que la estancia perdía sus límites y que las paredes se descomponían y adquirían la forma de aquella brasa incandescente. Y que en aquel vuelo rozaban su piel. Sintió los labios al ras de su rostro. Sintió que abrigaban los suyos. En ese instante, supo que vencían su resistencia y que engullían su sueño.