El íncubo

(Connie Imboden)



La tarde es tan cálida que no advierte sus pasos. La casa está en silencio, mas ella se muestra agitada. Es este calor, se dice a sí misma, es esta humedad que se pega como una costra de fuego, se persuade. Hace rato que se despojó de la ropa más minúscula. Tiene los muslos sudorosos y el cuello chorreando por efecto de su exuberante cabellera. Está sola y le gusta esa soledad donde se crece. Un apartamiento que le da seguridad, donde hace lo que quiere y como quiere. Los brazos le pesan y los deja caer. Las piernas las siente quebradizas y le cuesta levantarse del lecho donde trata de amortiguar el cansancio. Huele el aire enrarecido. Necesita beber agua. Hace rato que precisa beberla. Avanza por el pasillo dando tumbos, poseída por un sopor en el que no se sumerge del todo. Las contraventanas están echadas y la luz es ínfima. La justa para distinguir el acceso de unas habitaciones a otras. Algunos rayos de sol trazan líneas oblicuas sobre el parqué. Entra en la cocina. En un altillo protegido del calor hay una botella de agua envuelta en unos trapos húmedos. Se conserva el frescor y llena un vaso. Tiene ansia, pero prefiere que el ritual sea lento, prudente. Comienza a pequeños sorbos. Es mejor que beba despacio, se dice, el agua hay que tomarla como se toma a un hombre, haciendo de su densidad una corriente que nos invada, se le ocurre. Se asombra ligeramente de este tipo de pensamientos. Debe ser por causa de esta calima que lo consume todo, razona, que me desasosiega toda. Ha apurado el vaso. Desearía beber más, pero debe guardar la botella al relente de aquel vasar protector. Todavía le pedirá el cuerpo nuevos tragos. Se nota aplanada, da la vuelta en dirección a su cuarto. Al pasar por delante de la biblioteca oye un ruido menor. No obstante, se pone en guardia. Está tentada a dar la luz eléctrica, pero imaginar el destello y la calorina la retrae. Permanece atenta. No vuelve a oir nada. Se gira para ir en dirección a su dormitorio. De pronto se apoya en una jamba, porque percibe a su espalda un hálito calinoso inhabitual. Intuye una sombra pero ésta no se muestra. De pronto algo le inmoviliza. Una sensación, una orden oculta, una fuerza que presiente pero no ve. Su cuerpo cede hacia atrás levemente. Un apresamiento la rodea. Como si el poder invisible fuera descendiendo sobre ella. Como si la cubriera desde atrás con la manifestación más licuante que ella pudiera imaginar. Abandonada, siente que un rayo le rasga. Que su cuerpo se eleva y que de pronto cae empujada por la fuerza impalpable, que la hace suya. Abatimiento. Lasitud.