El tren




Recuerdo nuestro primer encuentro fugaz. Nos apartamos de la gente que se juntaba en el vagón restaurante. No sé quién de los dos iba más enfebrecido. Ni quién más nervioso. Al llegar hasta mi me contemplaste fijamente. Mantenías una distancia de duda. Probablemente yo también. Ya antes me estuviste mirando como si me tocaras. Yo sentía que me tocabas. Que tus ojos me rasgaban, que tus manos me recorrían, que tus labios se adherían a mi piel. Ni que decir tiene que aquella actitud tuya, que yo imaginaba, me trastornó. Había algo en ti que impedía que me cerrara. ¿O era yo? Yo que me sentía vacía, que padecía ausencia de caricias, que me sentía abandonada por las palabras que resucitan. Hay palabras y palabras. Aún no sé cuáles son las verdaderas, ni si las hay. Pero si este tipo de palabra existe es aquélla que tiene una calidad inagotable. Oh, no me refiero a la propiedad de ser repetidas hasta la saciedad, de abundar y abusar con ellas, de pretender aparentar. Tú no eres un hombre de demasiadas palabras. Pero las que pronuncias son muy precisas. Palabras que son firmes y que parece que se ponen en movimiento para llegar lejos. A mi ser, por ejemplo. Palabras que recorren distancias de fondo. ¿Eres acaso ese corredor de fondo que viene de lejos? Nos apartamos a la plataforma entre vagones, allí donde las puertas permanecen cerradas en todos los puntos cardinales del tren. Girados hacia un recoveco me así a tus brazos. Tú echaste hacia atrás mis cabellos y permaneciste tranquilo, frotando mis mejillas con los pulgares. Nadie quería arremeter al otro. Era una frontera delicada, contenida. Hasta que el tren alcanzó una velocidad superior, que a nosotros nos pareció desmedida. Una señal. Y luego aquel túnel largo.