Mimo



Siempre adoré tus uñas pintadas de carmín tirando a oscuro. Hacían menos frágiles tus pies. Y tus pies hacían más delicada mi pelvis. Ese juego en que me buscabas y yo dejaba de sentirme perdido me enloquecía. No podía por menos que tomar tu pie, acariciarlo y llenarlo de besos. Tu extremidad sabía hacerse valer. Era como si me recordase: estoy aquí, no por estar alejado del resto de mi cuerpo no cuento, no por estar casi siempre recubierto no existo. Desde aquella tarde en que me mostraste la belleza y el cuidado de tu pie, fui otro. Con frecuencia cambiabas la tonalidad con que ornabas tus uñas. Buscabas gustarme con la parte más olvidada de un cuerpo. En cada uno de nuestro encuentro, después de los primeros besos yo solía quitarte los calcetines y acoger con mis manos cálidas tus pies. Palpaba tus dedos, siempre fríos; frotaba tu empeine, rígido aún; acariciaba tu talón, calloso y endurecido. Me volvía quebradizo ante su presencia. Derramaba mis labios sobre ellos. Abría mi boca. Pasearme por todo su perímetro era más que un gesto o una apetencia. Era un mimo.