Sopor



No le sientes entrar. Tu sueño te ha separado de ti misma. Un cuerpo, que es el tuyo, se abandona a un lado de la cama. Una voz lejana, que también surgió de ti, te ha conducido a otras horas. Él llega y te contempla. Se sienta primero frente a tu postura. Luego se reclina y pone su nariz al borde de tu boca. Se empapa de un aliento que sale tibio. Te roza con los labios, pero los tuyos se muestran ausentes. Pone la mano sobre tus cabellos. Los mesa, los corre hacia atrás, enreda su dedo corazón entre las lianas negras que reposan. Mira tus cejas afirmadas, tus pestañas pobladas. Está tentado a untar uno de sus dedos en saliva y marcarte de dentro hacia fuera en dirección a la corriente inerme. Corre la sábana que apenas te cubre. Vuelve a sentarse al borde de la cama. Azuza con su mirada la dulce desnudez que él conoce casi tan bien como tú. Pero sus manos y su boca y su pecho y su sexo no se explican por sí mismos. Sabe que debe reprimir su deseo. Aplazarlo. Y que tiene que dejar que vueles a lo largo de un tiempo reparador para luego olvidar. El sueño es el olvido. El sueño es la soledad más consciente. Paradojas. El hombre se echa hacia atrás sobre el respaldo de la butaca. Tu cuerpo es hipnosis para él. Desde algún lugar remoto le has llamado. El hombre acude. Cae adormecido. La habitación os divide en dos a cada uno. Soñáis por un lado y la calidez de vuestros cuerpos os aproxima por el otro. No te ha sentido llegar hasta su boca.