Uno de sus sueños




En el sueño te has sentado junto a mi en el tren. Subías en una estación pequeña del trayecto, una estación con luces muy tenues y despoblada. No hablabas apenas. Tampoco te movías, sino para cruzar las piernas. En algún momento te llamó la atención el paso de los postes de telegrafía y me hiciste una indicación. Parecías un niño, aturdido por las direcciones opuestas que se cruzaban sin chocar. Me tentaba explicarte el significado de los objetos que parecían no detenerse. Incluso el interior del vagón no era estable y nuestros cuerpos se golpeaban y se separaban a capricho del ajetreo. Entonces decidí enseñarte los porqués de las cosas. Nos pusimos a contemplar cuanto se manifestaba al otro lado de la ventanilla. Era un tren como los de antes, y se zarandeaba con mucho estrépito. Nos golpeábamos sin mayores consecuencias contra el cristal. Tú me señalabas las ciudades lejanas y yo te hablaba de ellas como si las hubiera recorrido todas. Tú te excitabas cuando veíamos una manada de toros y yo te contaba del origen del toro. Tú advertías la blancura de los neveros de los montes y yo te hacía sentir su frío quemante. Iba cayendo la tarde. El paisaje empezaba a mostrarse desconocido. Se abrían llanuras inmensas pero de pronto atravesábamos un valle angosto y a continuación un desierto abrasador. Nos sorprendimos. Cuando tú me preguntastes por esta peculiaridad yo no supe responderte. Todo resultaba también vertiginoso y nuevo para mi. La noche se mostró de pronto en plenitud y el paisaje sólo éramos nosotros. Recuerdo que te puse una mano sobre el hombro. Que ambos nos mirábamos en nuestro reflejo. Luego tú pusiste también una mano sobre la mía. No sé qué buscabas, pero sentí un calor intenso. Era un fotograma, como ésos que tanto tú como yo hemos odiado toda la vida. Aquel tacto mutuo tenía valor. Porque era real. Porque nacía del sueño.